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Y las estatuas cayeron: la iconoclastia popular tras la proclamación de la República

Los pedestales de las estatuas derribadas de Isabel II y Felipe III. | Nuevo Mundo

Luis de la Cruz

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Estos días asistimos al debate en torno de la iconoclastia desatada en el contexto del movimiento Black Lives Matter, que se ha extendido ya a otras partes del mundo. El derribo, sustitución o vandalización de monumentos públicos que, se entiende desde un grupo de personas surfeando la cresta de la Historia, lanzan un mensaje en el espacio público contrario a las manifestaciones de cada tiempo y lugar, no nos hablan solo de los personajes erigidos en piedra damnificados sino, más bien, de los ecos que traen al presente (y que se construyen también desde el aquí y el ahora).

Son, en todo caso, manifestaciones que se han dado siempre y que hoy ejemplificaremos en la iconoclastia que se produjo tras la proclamación de la Segunda República en Madrid, para lo que nos valdremos de la prensa de la época y, sobre todo, del artículo Echar a la calle: el destronamiento simbólico de Alfonso XIII, de los historiadores Marie-Angèle Orobon y José Luis González Fernández.

Aunque las manifestaciones de celebración de la llegada de la República fueron tranquilas y de aire festivo, los revolucionarios del XIX, desde la Revolución Francesa, habían acostumbrado a practicar una iconoclastia secular para escenificar el cambio de poderes y esto, de nuevo, sucedió en 1931.

El derribo más señalado fue el de la reina Isabel II, cuya estatua estaba en la plaza del mismo nombre, junto al Teatro Real. La efigie fue derribada con cuerdas y arrastrada hasta la Puerta del Sol, donde el bronce fue pasto de las llamas y, según la prensa del día después, los trozos restantes salieron hacia nadie sabe dónde. En el pedestal se colocó una bandera tricolor, un busto alegórico de la república y un cartel que decía «Ciudadanos: Respetad los jardines de la plaza de nuestros héroes Galán y García Hernández“. A estos se dedicó, como veremos, el nombre de muchas plazas y calles en toda España.

A pesar de lo espontáneo de los derribos, el rumor debía funcionar como un eficacísimo mecanismo de transmisión de información en aquel Madrid echado a la calle. Luis Rubio Chamorro, que entonces tenía 13 años, contó que se dirigía al Instituto San isidro cuando se encontró con un grupo de estudiantes: “¿Adónde vais? -A la plaza de Ópera: hemos oído que van a derribar la estatua de Isabel II y queremos verlo”. La actual estatua de Isabel II, que hoy sigue en aquel lugar, es una réplica realizada en 1944.

Las estatuas de Isabel II ya habían sido derribadas y arrastradas durante la revolución de 1868. Lo mismo sucedió tras la Septembrina con sus retratos en edificios oficiales que fueron, literalmente, defendestrados, lo que de nuevo pasaría en 1931: en toda España se arrojaron retratos y bustos reales por las ventanas de los ayuntamientos. En Madrid no se defenestró a Alfonso XIII, por cierto.

Otra estatua derribada al son de los jaleos populares fue la de Felipe III, en la Plaza Mayor. Tres hombres ocuparon el lugar del monarca derribado y hasta uno blandió su cetro mientras la gente los ovacionaba.

Se destruyeron escudos y otros símbolos de la monarquía o de la dictadura de Primo de Rivera (su propia placa, en Madrid), pero también se dio una sustitución activa de unos símbolos por otros. Los retratos reales se cambiaron por alegorías tocadas de gorro frigio de inspiración francesa y se cambiaron de forma popular los nombres de muchas calles. Los capitanes Fermín Galán y García Hernández, mártires republicanos de la fallida sublevación de Jaca, fueron algunos de los que más reivindicaciones señaléticas acumularon, junto a los Pablo Iglesias, 14 de abril o Vicente Blasco Ibáñez. En Madrid, grupos pertrechados de escaleras cambiaron el mismo día 14 diversos rótulos en el centro de la ciudad. La calle de los Reyes, por ejemplo, se convirtió en la de Marcelino Domingo (luego sería del 14 de abril) y la de Alcalá alargó su nombre para pasar a ser de Alcalá Zamora.

A partir del día 15, con la República proclamada en todo el país y el pueblo festejando en la calle, se multiplicaron las escenificaciones de entierros públicos de la monarquía y de las autoridades que habían dejado de serlo. Actos simbólicos que subrayaban el quehacer carnavalesco y de inversión de valores que se estaba dando en la calle y que conversan, en todos los tiempos y lugares, con las violencias simbólicas y reales de los sujetos colectivos.

Luis

Enhorabuena por tan interesante artículo. Cabría añadir que, afortunadamente, el glorioso Alzamiento nacional del 18 de julio de 1936 logró recomponer las cosas y mandar al basurero de la Historia el Régimen criminal de la II República.
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