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Tía Cotilla, la que ungió sus brazos en sangre y dio origen a un adjetivo

ejecucuon

Luis de la Cruz

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“Ser como la tía Cotilla. Metafórica y familiarmente dícese de la persona que se mete en todo, principalmente allí donde no le llaman ni le importa”. Esta es la definición que da de la expresión Luis Montoto y Rautenstrauch en su Personajes, personas y personillas que corren por las tierras de ambas Castillas, a principios del siglo XX. Por ampliación, tenemos hace tiempo en el castellano ser un o una cotilla, “amigo de chismes o cuentos”, como recoge la RAE. Todos hemos conocido alguno y todos, también, lo hemos sido un poco en alguna ocasión.

Lo que poca gente sabe es que existió realmente la Tía Cotilla. Su verdadero nombre era María de la Trinidad, mujer conocida de los barrios bajos madrileños que quedó inmortalizada en el bestiario de personajes populares del madrileñismo tras su ejecución pública, el 25 de Mayo de 1838.

La cotilla es la ballena que arma el corsé, y parece que esta prenda femenina, de alguna manera, dio origen al mote de María de la Trinidad. Los hechos que la inmortalizaron, antes de que sólo perdurara en la memoria colectiva la identificación de su apodo con el chismorreo, sucedieron en el barrio de las Maravillas (hoy conocido como Malasaña) durante la minoría de edad de Isabel II y la regencia de María Cristina, durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840).

La Milicia Nacional, que era la baza por excelencia de los liberales, se levanta contra el moderantismo de José María Queipo de Llano, conde de Toreno, presidente del Consejo de Ministros. Se formaron Juntas Provinciales Revolucionarias en Cádiz (donde estalla la insurrección), Barcelona, Valencia, Zaragoza o Madrid. Aquí el levantamiento no tuvo mucho apoyo popular.

En el entorno de la Plaza Mayor se formaron barricadas al grito de ¡Viva la libertad, vivan las juntas! el 15 de marzo de 1835, pero el levantamiento tuvo esta vez poco apoyo del pueblo y la Milicia fue desarmada por la Guardia Real.

Aprovechando su indefensión, se levantó la población carlista de Maravillas, que debía ser numerosa, al grito de ¡Viva don Carlos! Según Francisco Morales Sánchez en su Historia del Saladero (la cárcel de la Villa), al frente de los carlistas y blandiendo una gran navaja iba María de la Trinidad, de más de sesenta años, “la mujer más inmoral que ha visto el sol, y la más infame e indigna de vivir en sociedad.”

La vieja se vio implicada en el asesinato de un miliciano llamado Francisco Racera, de cuya sangre se ungió los brazos. Según alguna versión pintó con su carne ensangrentada un muro cercano y dijo a sus seguidores: “con estos cuadros he de adornar mi casa”; otro relato -el del viajero Dembowski, al que aludiremos después- afirma que pronunció las palabras “buenas manchas de negro [liberal en argot], esto equivale en la cabecera de mi lecho a todas las imágenes más bellas del mundo. Espero morir con esta sangro delante de los ojos.»

El viernes 25 de mayo de 1838 fueron ejecutados por aquellos hechos maría de la Trinidad (la Tía Cotilla), natural de Madrid; Cayetano Siete Iglesias, de Comenar Viejo y Ramón y Manuel Pérez, también de Madrid. La Cotilla enseguida se convirtió en un personaje recordado en la ciudad, de esos en los que es complicado apartar los adornos de la biografía. Antonio de Trueba, en Madrid por fuera, cuenta como la tía Cotilla se paró en plena calle Toledo, camino del patíbulo, “empeñada en que una hija suya, casada con un honradisimo zapatero que tenía allí su establecimiento, saliese a darle el último vaso de vino”. No podemos verificar ni desmentir el hecho pero ¿no es un maravilloso detalle de guión para una gloria de los barrios bajos?

En las memorias de su estancia en Madrid, el escritor polaco Carlos Dembowski nos deja un buen fresco de los días de ejecución pública en la villa a propósito del garrote vil a La Cotilla. Relata una calle Toledo compactada de gente -unos subidos encima de otros-,  la Cofradía de la Paz y Caridad pidiendo limosnas con una campanilla para la sepultura de los reos, las palabras de las Manolas sobre los hechos acaecidos tres años atrás... Escenas de confesor, verdugo y torniquete más allá de la Puerta de Toledo, a las 11.30 de la mañana.

El Correo Nacional la describía como una vieja con la cabeza ida durante las horas previas a la ejecución (los reos pasaban 48 horas en una capilla antes de su hora):

Su cuerpo es mísero, el rostro casi negro y lleno de arrugas, los ojos son grises y brillan como tizones. Un traje viejo de tela de algodón oscura y una mala pañoleta la tapan apenas. Está acurrucada encima del colchón que le sirve de lecho, y a su lado un joven sacerdote le prodiga los auxilios de la religión y la exhorta al arrepentimiento. Las ideas de la desgraciada son tan descosidas y tan desordenadas que parece haber perdido el uso de la razón.



Llora, se enfurece y se calma, roza y blasfema casi a un tiempo. De vez en cuando parece dispuesta a ceder a las exhortaciones de su confesor; pero apenas se ha arrodillado cuando otra vez se levanta y, hundiendo sus dedos sarmentosos en el pelo, grita con acento de rabia: "No, jamás perdonaré a mis enemigos".

Aunque las fuentes escritas nos dejan el retrato de un ser despreciable, lo cierto es que no debía haber tanta unanimidad entre el pueblo acerca de la Cotilla, tal y como le confería a Dembowski una mujer el día que subió al cadalso: “Esa que veis, señor, es una gran mujer, de las que no se ven”. Lo que unos describen como desvaríos y tozudez -sus negativas a arrepentirse de las culpas-, otros debían verlo como muestra de integridad y valentía. La Tía Cotilla subió los doce escalones del cadalso profiriendo “jamás perdonaré a mis enemigos”.

Los hechos se recordaron durante mucho tiempo, como demuestra el hecho de que Galdós, en su Episodio nacional La Primera República (escrito en 1911 y situado décadas después de la ejecución de nuestra protagonista), aún sitúa en el entorno de la calle de la Roda el mentidero de la Tía Cotilla, donde se arremolinaba el “grupo más ruidoso de la patriotería”

Llegados al siglo XXI, es la de la tía Cotilla una historia a recordar cuando, en una discusión de chismorreos, alguien profiera aquello de “que no llegue la sangre al río”.

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