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Sobre el agua de Madrid

Fuente en la calle Conde Duque | SOMOS MALASAÑA

Pedro Bravo

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Madrid es una ciudad gritona que normalmente se muestra sobrada y orgullosa. Chula. Cualquier terapeuta de salón —cualquiera como yo— afirmaría que esa forma de ser oculta en realidad algunos complejillos. El mar ausente puede ser uno de los evidentes. Aunque conquistemos las del Este y las del Sur cada semana santa como la que llega, Madrid no tiene playa y eso puede ser que enjugue nuestro carácter.

Sigo freudiano. Es rara nuestra relación con el agua. El nombre de la ciudad viene de la primera fortaleza musulmana, Magerit, que alude a la abundancia de aguas. En realidad, el asentamiento primero fue visigodo y parece que estaba donde está la Almudena pero sin el edificio, por suerte para sus ojos. De ese arroyo no queda nada a la vista, pero sí bastante en lo subterráneo. Podríamos decir que Madrid está escurrida por arriba y empapada por abajo. No es una ordinariez, sino un hecho que conoce muy bien cualquiera que pise habitualmente Malasaña. En el barrio, no es sólo que debajo de cada adoquín encuentres un charco, en plan reverso sesentayochista, es que en cada sótano hay humedades para llenar un pantano. ¿Será ésta la razón de la extendida costumbre durante aquellos años locos de chupar secantes que provocó los primeros viajes low cost antes del advenimiento de RyanAir y el turismo urbano de masas? Aquí lo dejo.

El caso es que ahora Madrid ha descubierto que lo que sí tiene es un río. Me explico: el Manzanares siempre estuvo ahí pero nunca se le hizo mucho caso. Era un tramo de agua estancada que en los últimos años sólo sirvió para trazar el enterramiento de la M30 y hacer un parque lineal que, si te olvidas de que por lo bajini está lleno de coches y, sobre todo, no miras las facturas, está muy bien. Pero hace casi dos años empezaron las obras del proyecto de renaturalización y hoy la ciudad tiene el río que se merece, con el agua (poca) que le corresponde y las plantas, animales y bichos que le tocan. Y eso nos ha llevado a arrimarnos a sus orillas para hacer fotos a las garzas y entender que dejar que las cosas sean lo que naturalmente son es mucho mejor. Para las cosas y para nosotros.

Acabo con la del agua hablando de la del grifo, cómo no. Lo primero que hace alguien que viene de fuera para sentirse madrileño es elogiar la calidad de lo que sale por las cañerías. Es uno de los rasgos principales de una ciudad que presume de no tener identidad, el elogio de un sabor exquisito gestionado por una empresa pública podrida por casos de corrupción. O sea, que hasta el regusto es madrileño.

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