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Rururbanización y urbas: cuando (alguna) clase trabajadora también va a la sierra

guadarrama

Luis de la Cruz

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Fronteras afuera. De vez en cuando hacemos paradas urbanas en otros barrios con la misma perspectiva hiperlocal que empleamos en Somos Malasaña. Mirando con cariño y fiereza la ciudad. Siempre con gente. Te invitamos a leer las entradas anteriores de este blog.

Los geógrafos y urbanistas gustan de introducir términos no aptos para decir con un polvorón en la boca. Con gentrificación la cosa salió bien al final, y mira que costó, que era difícil la condenada palabra. Otros, empleados en la profesión hace mucho, siguen a la espera de que algún periodista avispado los ponga en circulación para el común de los mortales. Creo que ya llego tarde con el de hoy: rururbanización.

No vamos a complicar mucho la definición porque la más obvia me parece la más precisa también: el proceso de urbanización de los espacios rurales. Concretamente, vamos a hablar hoy de ese caballo de Troya en de la vida urbana en la rural que son las segundas residencias y su relación con ese animal que, para ser mitológico, está hasta en la sopa, que es la clase media.

Empezaremos por esto último. Según diferentes encuestas todo el mundo se ve a sí mismo dentro de la clase media. Por ser más precisos citaremos una encuesta del CIS de julio de 2014 que afirmaba que el 72% de los españoles se define de clase media. No abundaremos en el espejismo que las cifras nos escupen a la cara.

Lo cierto es que no podemos entender el desarrollismo franquista sin la apuesta del régimen por la clase media y la vivienda. En los últimos años todos nos hemos cansado de citar al ministro José Luis Arrese, que dijo en 1957 aquello de “queremos un país de propietarios, no de proletarios”. Ya lo volví a citar pero… ¿Cómo resistirse ante semejante clarividencia? En realidad, en todo el mundo y desde el siglo XIX, el acceso a la vivienda en propiedad se había establecido como un recurso habitual para apaciguar el arrebato obrero.

La idea de clase media –unida a la de nación común– del franquismo tuvo continuidad durante la Transición, muy relacionada también con la propiedad inmobiliaria y la famosa disputa del centro político. La tercerización y desindustrialización de nuestra economía hacían los coros. Y, ¿qué decir de los tiempos de la España del pelotazo en relación a la segunda residencia y la propiedad inmobiliaria? Las nuevas clases medias hispánicas son aquellas que llevan anudada a la lengua la idea de la propiedad como valor refugio, ya saben: “Las casas nunca baja(ban) de precio”.

En esta loca carrera por el desclasamiento y la construcción de nuestro entorno rural (recuerden, rururbanización), fue, por un lado, extendiéndose la ciudad en su primer cinturón, y por otro moteándose de hotelitos (que es como llamaban nuestros padres a los chalets) y urbanizaciones de segundas residencias.

En los años 50 habían surgido las primeras casas de verano para familias de clase media que no podían irse a Santander o San Sebastián al alivio los sudores estivales, y que en el caso madrileño recuperan la tradición burguesa de principios de siglo de subir a la sierra a tomar aguas o el aire fresco de la montaña. Si en aquella primigenia oleada el ferrocarril (por ejemplo, el que se dirigía a El Escorial) tuvo un papel clave, esta que comenzaba ahora está intrínsecamente ligada a la expansión del automóvil: el SEAT 600 como primer vehículo hacia los paisajes mentales del clasemedianismo de las familias españolas.

Durante los 60 y 70 se roturaron cientos de dehesas serranas para construir hotelitos destinados a la pequeña burguesía y a las clases medias (que en este país solían ser tradicionalmente ingenieros o profesionales liberales, a los que se unían nuevos amigos del pequeño pelotazo como los que salen en Cuéntame). La provincia de Madrid pasará de 12.489 viviendas en 1960 a 50.757 de 1970 (un incremento del 376,3%), un 50,1% de las cuales se encontraban fuera del área metropolitana. Pero el máximo crecimiento se produce en los 70: hacia 1981 se ha construido el 64% del parque de vivienda secundaria de la provincia en ese momento, según COPLACO (Comisión de Planeamiento y Coordinación del Area Metropolitana de Madrid).

Los años 90 –espacio y endurecimiento de las normativas urbanísticas obligan– lo serán ya de colmatación y de la llegada del chalet adosado, reelaboración rururbana de la casa con medianera de los pueblos de toda la vida.

Resumiendo un poco la situación hasta principios de siglo: en 1970 la segunda residencia representaba tan sólo un 4,6% de la vivienda familiar, en 1991 este porcentaje había subido al 8,2% de un parque residencial de casi 2 millones y en 2001 este valor era ya el 11,6% de un censo de 2 millones y medio de viviendas familiares… El turismo de proximidad madrileño

Pero volvamos un momento atrás. Si hemos quedado que entre quienes han llegado a considerarse clase media hay una porción de la tarta apetitosa cocinada por personas a los que, desde fuera, podríamos mirar con ojos de clase trabajadora…aquellas capas superiores del estrato trabajador que empezaba a mirarse a sí mismas con ojos coquetos, ¿dónde encajan ellos en este dispendio de ladrillo y turismo de proximidad?

De igual manera que el turismo de masas nos trajo Benidorm, aquellos que no tenían el pueblo a mano –y el fenómeno de las segundas residencias se concentra en las ciudades medianas y grandes– necesitaban algo a su medida. Asistimos así a la llegada de la parcelita, un terreno a la espera de revalorizarse o de que los ahorros llegaran para edificar una casita en él, y que mientras servía para ir a comer sandía los fines de semana.

Y más. A partir de los setenta se popularizan también urbanizaciones de pisos de tres o cuatro alturas a las afueras de los pueblos, urbanizadas con la laxitud urbanística del momento sobre dehesas ganaderas y junto a caminos vecinales. Las más grandes de ellas tenían aspiraciones autárquicas, con bares, tiendas de comestibles y hasta iglesias; las más modestas, al menos una cantina pompósamente nombrada como club social. Las fronteras están más afuera que en las urbas de chalets, los espacios son comunes y hay algarabía por doquier. En estas urbanizaciones se cruzan el vector de la exclusividad social con el del turismo de masas y, aunque no conozco ningún estudio al respecto, es claro que el perfil socioeconómico y profesional de sus moradores incluía una mezcla de trabajadores con hucha y perfiles liberales.

A simple vista se percibían mezcolanzas sociales en las que por momentos parecía quebrarse la solidez del gran concepto de clase media. En ellas coexistían –coexisten – imágenes de distinción social con escenas propias del turismo para la clase trabajadora en la costa. La mirada fiera al forastero (que curiosamente suele ser quien habita realmente en el pueblo) con las sombrillas y las toallas amontonadas en la piscina común.

Fue la última crisis inmobiliaria y social, a partir de (pongamos) 2008, la que terminó de agujerear su tapete rururbanizado. No fueron pocos los hijos de propietarios que, no pudiendo acceder con normalidad al mercado de la vivienda madrileño, acabaron viviendo en las segundas residencias serranas de sus padres. Generalmente, estas casas no están bien equipados para pasar grandes temporadas en invierno, lo que conllevó una actualización de unos pisos que, por otra parte, ya empezaban a necesitar reformas.

Paradójicamente, antes de la crisis inmobiliaria ya habían llegado a la urba trabajadores atraídos a estos pueblos de la sierra por el boom de la construcción. Quienes venían a construir las nuevas urbanizaciones de chalets o a trabajar en los restaurantes de un pueblo que crecía eran normalmente extranjeros que, a veces, encontraron en las urbas semi working class una opción económica de vivienda. Los precios de estas urbanizaciones durante los meses de verano son exorbitados, pero el alquiler anual de la casa es relativamente barato. Curiosamente, lo que era un lujo para los veraneantes de fin de semana constituía para ellos lejanía de los servicios básicos –colegio, trabajo, sanidad–, que se encuentran situados en el pueblo.

Y no sólo llegaron las segundas generaciones y trabajadores más o menos eventuales a vivir a la urba, también se convirtieron de súbito en una opción contemplable para quienes buscaban su primera opción de vivienda. A la ecuación de un precio de compra o alquiler anual razonable se unía una buena conexión por carretera, a veces estación de tren, que convertían el piso de la sierra en viñeta bien colocada en la búsqueda de Idealista para quienes ampliaban el radio de acción… ¡y recordemos que durante esos años se construía fuera de la Comunidad de Madrid para los madrileños!

Algunas de las confrontaciones de clase que se dieron en el terreno movedizo de la dubitativa clase, ahora media, ahora trabajadora con pulsera de banderita, se quedaron en comentarios o miradas, pero se han llegado a escenificar obras en un acto muy clarificadoras.

Pongamos por caso la siguiente. Exterior, día, en un ambiente bucólico de césped recién cortado y montañas al fondo, una reunión de vecinos. Hay un grupo de ellos que han llegado a vivir a la urba como primera residencia recientemente. Es suficientemente grande ya como para constituirse en grupo de presión en las tomas de decisión de las asambleas, especialmente porque a las mismas faltan la mayoría de los propietarios vacacionales. Se han dado cuenta de que la cuota de la Comunidad y las derramas son muy altas, dado que hay que mantener grandes zonas comunes –piscina, zonas verdes, deportivas …–y optan por recortar servicios, como los de jardinería. Se produce un choque entre quienes velan por el día a día de su economía doméstica y quienes han asumido que sin ese gasto el concepto de urba vacacional deja de tener sentido.

En los últimos tiempos el precio de compra y alquiler de los pisos de nuestras urbas ha remontado y muchos de los trabajadores de la construcción se fueron ya, suavizando los conflictos. No sabemos si son los famosos brotes verdes, el abono de una nueva burbuja o la próxima crisis, agazapada como un gato acechando a un gorrión, pero la urba working class pero menos sigue ahí, aguantando las contradicciones del sistema… a la espera de ser reconquistada por los jabalíes al llegar la distopía final.

Juan

Teniendo un barrio como el que tenemos lleno de pintadas, meados y la permisividad al botellón, ruidos y plateros.... yo cada día pienso en irme a cualquier otro sitio
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