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Recuperando la memoria vecinal

Somos Malasaña

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Una iniciativa de los cuatro centros municipales de mayores del distrito ha querido recuperar en un libro -Historias de Convivencia Vecinal- una pequeña parte de la memoria de la vida cotidiana de antaño en Centro. Ésta se presenta en forma de relatos, a través de 17 historias. En Malasaña, han sido algunos usuarios del Benito Martín Lozano (calle Farmacia) los que se han prestado a compartir sus recuerdos con los habitantes actuales de la zona.

Con una edición de 100 ejemplares, el libro está disponible para consulta de cualquier vecino en las bibliotecas de cada centro de mayores del distrito, según confirma su coordinadora, Cecilia Ibáñez. Los relatos son un compendio de anécdotas que, a modo de pinceladas, confeccionan un curioso cuadro, casi siempre sorprendente ante los ojos de ciudadanos del siglo XXI.

Cada relato está acompañado de una ilustración, realizada por alumnos de pintura y dibujo de los mismos centros de mayores (Benito Martín Lozano, Dos Amigos, San Francisco y Antón Martín). El conjunto pone en su justo valor esas batallitas de mayores que tan inmerecida mala fama suelen tener y nos hace reflexionar sobre el importante patrimonio cultural inmaterial que atesoran nuestros ancianos.

La idea del libro surgió durante la celebración de la pasada semana de los mayores, en la que se buscó potenciar la imagen de las personas mayores como “ciudadanos que aportan a la sociedad”.

Carlos Osorio, autor de Caminando por Madrid, ha publicado en su blog alguna de las historias del libro y asegura que, poco a poco, irá compartiendo el resto de las mismas. A continuación, reproducimos dos de ellas:



Relato de Encarnación Rubio Alonso





Ayer estuve merendando, como tantas otras veces con mi amiga Carmen, charlamos de distintas cosas, pero sin saber cómo acabamos recordando viejos tiempos.



Nuestra amistad dura desde la infancia. Vivíamos en la misma calle, en el centro de Madrid. Íbamos al mismo colegio y por supuesto nuestras familias se conocían. Nuestro barrio sigue siendo el mismo, pero ¡cómo ha cambiado todo!, no sabemos si mejor o peor, pero las cosas son muy distintas.



La casa de Carmen estaba en los números impares y la mía en los pares, pero nuestros balcones estaban de frente y a la misma altura. Generalmente, íbamos a jugar una a casa de la otra, pero cuando, por distintas causas, no podíamos charlábamos desde los balcones.



En los portales se reunían las vecinas, cuando hacía buen tiempo. Sacaban sus sillitas bajas y se sentaban unas al lado de otras, hablaban de todo y de "todos", mientras repasaban la ropa de la casa. Las más jóvenes hacían bonitas labores de bolillos o bordaban juegos de cama y



mantelerías preparándose el ajuar, y las mayores ponían piezas a sábanas, cambiaban los cuellos y puños de las camisas de sus maridos e hijos, echaban cuchillos a los pantalones rotos o zurcían calcetines, usando huevos de madera muy curiosos.



Como la circulación era escasa, los niños jugaban a Pídola (consistía en saltar unos sobre otros) o al rescate mientras las niñas saltaban a la comba (si venía algún coche corrían a las aceras y bajaban la cuerda hasta el suelo para que el auto pasara sobre ella), o hacían un dibujo con números y cuadros en la calzada, para saltar sobre ellos arrastrando una piedra lis.



El ambiente solía ser muy cordial, aunque de vez en cuando surgían discusiones, generalmente por los chicos y parecía que todo se enrarecía un poco, pero pasaba pronto y después del enfado, se volvía a la normalidad.



En los portales, que generalmente eran frescos, se tenía un botijo con agua y un poquito de anís, del que bebían todos cuando tenían sed.



Nosotras, para nuestra desgracia, éramos hijas únicas y no nos dejaban bajar a la calle por si nos pasaba algo. Así que, con mucha envidia nos contentábamos con ver todo desde el balcón y para consolarnos jugábamos a Veo-veo, a la adivinanzas o a cualquier otra cosa que pudiéramos hacer a distancia.



También rememoramos cuando en verano solía venir por las calles un organillero, que vestido de castizo, tocaba chotis y pasodobles y bajaban las vecinas a los portales a bailar una con otras alguna comida se "agarraba" ese día.



En la fiesta del 2 de Mayo, además de celebrar misa en la plaza del mismo nombre y ver un pequeño desfile de militares vestidos de época (1808), por la noche había baile y fuegos artificiales. Los patios de las casas se engalanaban y "a escote", entre los vecinos se pagaba



para hacer la limonada e invitar a todos. Las niñas en sillitas pequeñas colocaban altares con flores, estampadas y adornos y se premiaba a la que tuviera el más bonito, celebrando así "La Cruz de Mayo".



En navidades la convivencia y solidaridad eran especiales.



Pero lo más impresionante de todo, era como se volcaban unos vecinos con otros, si había un enfermo allí estaba cada cual a prestar su ayuda, ir a buscar al médico, una farmacia de guardia, poner una cataplasma o una lavativa.



En caso de muertes se cerraba la puerta del portal donde vivía el fallecido, para que todos los vecinos supieran lo que había sucedido y pasaran a presentar condolencias. Siempre había alguna mujer que preparaba un cocido para que la familia, por lo menos, pudiera tomar un caldo calentito. Para pasar la noche de duelo preparaba café que se repartía, de vez en cuando, entre los presentes y si en la casa del difunto había niños, siempre alguna vecina se hacía cargo de ellos y los llevaba a su casa hasta que pasara el entierro



Como en aquella época el dinero no sobraba, las vecinas se ayudaban y se prestaban unas a otras, así cuando cobraba el marino de alguna y otra lo estaba pasando mal la primera le hacía un préstamo, hasta que al marido de la segunda le pagaran el jornal y se lo pudiera devolver.



Igualmente, se prestaban alimentos. Muchas veces cuando la situación era muy mala se hacían cargo de los niños de esa familia, entre otros, par atenderles y darles de comer.



Esto no quiere decir que cualquier tiempo pasado fuera mejor, sólo era diferente, con sus claros y sus sombras, igual que ahora, pero desde la distancia de los años, se idealiza todo y gracias a Dios, sólo se recuerda lo bueno. Por último algo que siempre oí decir a mi madre: "el mejor familiar es el vecino más cercano"





Relato Paloma Parera Simonet






¿Buscar una historia de vecindad que haya marcado mi vida? Puede que haya algunas, pero no demasiadas, pero, de pronto, he recordado con una sonrisa el miedo que pasé con once o doce años por culpa de un Laboratorio de Análisis Clínicos que había en el primer piso de mi casa.



En aquellos años no había donantes de sangre y las personas necesitadas, como el Gobierno prohibía la mendicidad, vendían sangre a   de unas pesetas y un bocadillo.



Esta actividad ocasionó que durante una temporada, por las mañanas, el portal y la escalera se llenaran de unos personajes para mí terroríficos que hacían cola para dar su sangre. Mi padre me tranquilizaba diciéndome que esa sangre salvaba la vida en los hospitales a personas que eran operadas o tenían accidentes, pero mi hermano mayor no podía resistirse a la tentación de hacerme descripciones del doctor del primero que en nada se parecían a los vampiros que ahora muestra el cine, guapos, jóvenes y sexys. En aquellos años la única referencia cinematográfica que teníamos era la de Nosferatu y su imagen no era nada tranquilizadora. Yo no podía evitar imaginarme al doctor del primero clavando los colmillos en aquellos desgraciados y no me sentía a salvo hasta que no entraba en el maravilloso y seguro refugio de mi casa.



Un buen día, una reunión de vecinos organizada por mi padre, solicitó al doctor del primero que realizara su actividad en un laboratorio o local apropiado en el que pudiera atender dignamente a los donantes sin alterar la vida de la comunidad de vecinos, y así, poco a poco, se fue borrando la imagen de Nosferatu de mi imaginación infantil, hasta que hoy ha vuelto a aparecer con su traje negro, su palidez y sus dientes, pero esta vez para hacerme sonreír.

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