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¿Qué nos cuenta la historia de la Gran Vía sobre el futuro de la calle?

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Luis de la Cruz

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¿Existe una calle que provoque más pasiones que la Gran Vía madrileña? No en Madrid, al menos. Las últimas navidades, los ajustes peatonalizadores del Ayuntamiento han provocado una encarnizada batalla dialéctica en medios, calles y salas de espera de ambulatorios, entre detractores y apóstoles de una Gran Vía con menos coches. Para bien o para mal, esa calle que a nosotros nos parece que siempre estuvo ahí –pero no- lleva enfrentando posiciones desde antes de existir. Con ocasión de la salida de La Gran Vía de Madrid (ACCI), un riguroso estudio histórico sobre los orígenes de la calle, hemos decidido ver qué tienen que decir los historiadores sobre la vida actual del centro de Madrid. Para ello, hemos hablado con el autor del libro, Santiago de Miguel Salanova.

A pesar de su juventud, Santiago ya ha publicado diversos volúmenes, entre los que destacan Republicanos y socialistas. El nacimiento de la acción política municipal en Madrid (1891-1909), Madrid, sinfonía de una metrópoli europea. 1860-1936 y, claro, La Gran Vía de Madrid. En este último volumen retoma un tema, el del cambio urbano alrededor esta calle, que ya había tratado en su tesis doctoral y en el anterior título.

- La Gran Vía está de moda. Los cierres parciales al tráfico han levantado mucho revuelo mediático. Curiosamente, cuando se abrió vino a responder a nuevas necesidades de tránsito y transporte ¿no?

En realidad deberían distinguirse al menos tres etapas en el proceso de concreción de la Gran Vía hasta la morfología y la funcionalidad que presenta en la actualidad. Sus orígenes se encuentran en un proyecto de reforma interior que no suponía más que una mera regularización de la alineación que entonces presentaba la sumamente angosta calle de Preciados, justamente planteada a renglón seguido del ensanche emprendido en la Puerta del Sol entre 1854 y 1862. Las instancias municipales de esa época pensaron en la necesidad de establecer una conexión lógica entre los futuros grandes centros de movimiento que se adivinaban para la ciudad en los años venideros. Estos eran muy distintos de los que terminarían advirtiéndose en los primeros años del siglo XX. Específicamente, en un momento en el que se acababa de aprobar el plan de Ensanche de Carlos María de Castro el objetivo era abrir un punto de enlace desahogado entre la mencionada Puerta del Sol y la recién creada Estación de ferrocarril del Norte para así facilitar el tránsito de viajeros hasta el centro urbano.

Ese plan se aparcó durante casi un cuarto de siglo hasta que fue rescatado y amplificado por el arquitecto Carlos Velasco. En aquel momento se contemplaba una gran congestión en el entramado viario de buena parte de las calles del centro por la confluencia de tranvías, carruajes y peatones y se levantaron nuevas voces críticas que reclamaban la construcción de bulevares siguiendo la filosofía del proyecto realizado por Haussmann en París. Pero la reforma de Velasco también trataba de responder a unas nuevas necesidades económicas y sociales resultantes de la creciente urbanización de ciertas zonas del Ensanche. Lo que se trató de hacer en ese momento fue diseñar una vía pública que conectase entre sí los espacios de aquel entorno donde más se habían acumulado las construcciones residenciales en los dos decenios precedentes. Esto es, los barrios de Salamanca, Argüelles y Pozas. Pero al mismo tiempo, ya existía un interés logístico por conectar todas las estaciones ferroviarias de la ciudad (Norte, Delicias y Mediodía) y también estratégico, razón por la cual la primitiva Gran Vía se proyectó como una posible base de operaciones para controlar los motines que pudieran acaecer en las callejuelas del interior. No en vano, no hay que olvidar la relevancia que habían tenido estas últimas en episodios como el levantamiento de barricadas en la revolución de julio de 1854, por poner únicamente un ejemplo.

Lo importante de ese plan fallido de Velasco es que sentó las bases justificativas de la Gran Vía tal y como actualmente la conocemos. En el proyecto finalmente aprobado a finales del ochocientos y ejecutado a partir de 1910 con los primeros derribos estaban explicitados todos esos objetivos, aunque también otros en los que merecería la pena detenerse. Así por ejemplo, la construcción de la avenida se planteó como una solución higienista a los problemas de prostitución que presentaban ciertos barrios y calles, ubicados en torno a la Plaza de los Mostenses y en los aledaños de otras vías como Tudescos, Desengaño o Luna. Sin embargo, también habrían de tenerse en cuenta los intereses sociales que pesaron en la definición de esa calle. Su trazado no fue fruto de una elección casual y se privilegió la actuación de la piqueta sobre espacios de escaso valor arquitectónico en términos generales. Hoy en día podríamos pensar que lo más lógico hubiera sido establecer la comunicación con el Ensanche a través del desarrollo de un plan urbanístico que transformase calles como Arenal, Mayor, Alcalá o Carrera de San Jerónimo para facilitar la viabilidad, pero eso suponía acabar con algunos de los paisajes más señoriales de la vieja ciudad en los que, no lo olvidemos, habitaban representantes de las clases sociales más altas. A pequeña escala estaríamos hablando de un proceso similar al contemplado en París, donde el plan de Haussmann se vio limitado en el oeste por el Louvre, las Tullerías y el Palacio Real y en el este por la confluencia de casas de gran valor arquitectónico.

-¿Crees que las formas en cómo están cambiando hoy la ciudad o las pautas de movilidad determinan de algún modo la forma en cómo la Gran Vía se cierra al tráfico?

Las grandes ciudades europeas como Madrid necesitan de unos sistemas de tráfico urbano cada vez más complejos y eficientes que además están sujetos a demandas en continuo proceso de cambio. Los comportamientos de los habitantes en una ciudad han variado sustancialmente a la hora de movilizarnos a través de un uso más generalizado del transporte público, de la utilización de vehículos compartidos o de los procesos de aclimatación a medios ya notablemente extendidos en otros núcleos urbanos como las bicicletas. Ya se están produciendo, y se esperan aún más en el futuro, avances tecnológicos que permiten una movilidad cada vez más fácil y rápida entre los diferentes rincones de una ciudad. Y en este sentido, los espacios interiores deben anticiparse a esas nuevas dinámicas, que no lo olvidemos, tienen unos profundos efectos sociales y económicos. El cierre de la Gran Vía al tráfico privado es una iniciativa que genera una discriminación positiva en este sentido, pues encaja con muchos de los beneficios que se pueden entresacar de la conversión de Madrid en una futura ciudad sostenible.

Sin embargo, es necesario repensar el proyecto en mayor profundidad. Quizás esas formas en que está cambiando la ciudad y sus pautas de movilidad deberían generar enfoques más globales e integradores, pues se corre el riesgo de generar nuevos embudos en otras áreas urbanas que ahora están conectadas con la avenida. Yendo atrás en el tiempo, este es un error recurrente en el planeamiento urbano de Madrid. El ensanche de la Puerta del Sol, por ejemplo, fue insuficiente para acabar con la encrucijada de calles que confluían en ella, las cuales pasaron a recibir cada vez más tráfico rodado. Lo mismo se podría decir de la Gran Vía de principios del siglo XX y la forma en que quedaron obstaculizadas al tránsito vías públicas que quizás debieron ser objeto de una ampliación paralela, como Hortaleza o Fuencarral.

-Nos ha resultado curioso leer la palabra gentrificación, que aún suena reciente, en algún lugar de tu libro. ¿Cuéntanos cómo afectaron las obras de la Gran Vía a los vecinos de los barrios desaparecidos y aledaños?

La Gran Vía acabó con la geografía social de un espacio urbano en el que más o menos se concentraban 10.000 habitantes del Madrid de principios del novecientos. Sin embargo, no se trataba de un espacio homogéneo y en él se podía vislumbrar una sectorialización social decreciente. Me explico. La avenida no se concibió en un primer momento como una calle uniforme, sino dividida en tres tramos: el primero desde el actual edificio Metrópolis de la calle de Alcalá hasta la red de San Luis; el segundo desde esta última hasta la plaza del Callao y el tercero y último finalizando en la plaza de San Marcial (actualmente, plaza de España). En las calles que desaparecieron con la edificación de esos tres sectores vivían gentes muy distintas. En el primero de ellos, una clase media en la que tenían mayor protagonismo comerciantes de un cierto renombre, empleados del sector servicios e incluso algunos profesionales liberales bien remunerados. En el segundo, cobraban más representatividad pequeños comerciantes y trabajadores manuales de una cierta cualificación y en el tercero abundaban jornaleros y trabajadores de baja cualificación. El valor arquitectónico de los edificios de vecindad de estos tres enclaves iba decreciendo a medida que se avanzaba hasta el final de calle, así como también los precios de los alquileres de las habitaciones. Por esta razón, quienes habitaban allí se vieron afectados de formas muy diferentes. Mientras los inquilinos del primer tramo pudieron marcharse a otros barrios acomodados del interior y del Ensanche, los del segundo tuvieron que conformarse con desplazarse hacia otros más modestos del norte y del sur del casco antiguo y los del tercero priorizaron la búsqueda de habitaciones baratas tanto en el centro como en las barriadas obreras del Ensanche y del Extrarradio.

Ahora bien, sí es importante relativizar la imagen que tradicionalmente se nos ha transmitido de los amargos destinos que la construcción de la Gran Vía trajo para los antiguos habitantes de los espacios transformados. Los retratos de José Gutiérrez Solana, seguidos al pie de la letra por ciertos estudiosos, destacaban un proceso de éxodo hacia los barrios más marginales de la ciudad que en realidad no existió. En esto merece mucho la pena detenerse. La Gran Vía fue un proyecto de reforma interior parcial y cortoplacista en sus objetivos que no actuó sobre barrios del interior igualmente densificados como los finalmente desaparecidos. Ya en los años 20 del novecientos, algunos periodistas como Roberto Castrovido se quejaron del anquilosado aspecto que mantenían las calles traseras y transversales de la nueva avenida e incluso Max Aub, en su obra La calle de Valverde (1961), comentaba la sensación de retroceso de cien años en el tiempo que le generaba desviarse tan sólo unos cien metros de esa moderna calle. Que los barrios aledaños conservaran su aspecto y su valor económico posibilitó que una parte importante de los habitantes desahuciados pudieran mantenerse en zonas muy próximas a las previamente ocupadas, donde tenían claramente consolidado su capital social, deducible de las pautas de solidaridad y propincuidad establecidas en el vecindario.

- La llegada de la nueva vía trajo una transformación importante al tejido comercial de la zona ¿Cómo fue? Desde tu perspectiva de historiador ¿qué futuro le aguarda al Broadway madrileño que nació entonces?

El comercio jugaba un papel relevante en los barrios desaparecidos, pero era muchísimo más modesto que el que se presentaba en las calles de mayor renombre de la época como Preciados, Alcalá o carrera de San Jerónimo. Predominaban las tiendas de comestibles, las tabernas como espacios de sociabilidad en detrimento de los señoriales cafés de otras zonas, algunos establecimientos dedicados a la venta de tejidos y locales en los que se combinaban actividades de producción y distribución a nivel artesanal. El paisaje mercantil lo completaban librerías de lance o viejo de las que hablaba Pío Baroja en sus memorias.

Como ya había ocurrido con el ensanche de la Puerta del Sol, los comerciantes fueron los elementos sociales que más presionaron a las autoridades entre la aprobación del proyecto y los primeros derribos. Lo que buscaban era recibir unas compensaciones económicas en forma de indemnizaciones más cuantiosas que nunca llegaron. Estas últimas dependían de una serie de criterios que se habían establecido en la Ley de Saneamiento de las Grandes Poblaciones de 1895 que articuló oficialmente el plan y el proceso de expropiaciones de las casas. Para la obtención de mayores beneficios se les pidieron requisitos que algunos podían cumplir con facilidad, pero otros muchos no. Inscripciones en el Registro Mercantil, certificados de la Delegación de Hacienda, inscripciones sin interrupción en la matrícula de subsidio y, sobre todo, constancia de que se hubieran satisfecho al menos durante diez años consecutivos todas las cuotas de la contribución industrial y del contrato de inquilinato dependientes del negocio. Muchos comerciantes consideraron que estas cláusulas constituían un atropello para sus intereses y trataron de combatirlas desde el Círculo de la Unión Mercantil y desde la Asociación de Propietarios y Vecinos de Madrid. Sin embargo, un número muy escaso de las quejas emitidas salió adelante y la mayoría tuvo que trasladarse a otros espacios menos visibles del centro urbano pagando por ello alquileres más elevados.

Como bien sabemos, la Gran Vía terminaría convirtiéndose en un espacio privilegiado para la ceremonia del consumo desarrollada a partir de la década de los años veinte y treinta. Fue un escaparate ideal para el advenimiento de una nueva industria cultural y un punto de encuentro para hoteles, grandes almacenes y modernas cafeterías y bares de esencia norteamericana. Todos estos espacios se completaron con más de una decena de nuevos cines que terminaron por granjear a un sector concreto de la calle el epíteto de Broadway madrileño. Esta es una faz de la avenida que sin embargo se ha ido erosionando a lo largo de los últimos dos decenios. Hasta ese momento, la Gran Vía era un lugar propicio para ver y ser visto en el que se facilitaba la sinergia de todas las formas posibles de entretenimiento y ocio urbano. La gente acudía a los grandes almacenes y a las tiendas de lujo y moda de la calle para después consumir algo rápidamente en las cafeterías y bares antes de entrar finalmente en las sesiones nocturnas de los cines. Las nuevas tecnologías y modos de distribución cinematográficos han provocado la desaparición de esta forma de vida. Quien actualmente va al cine, acude preferentemente a las multisalas de los centros comerciales y cada vez son menos quienes optan por ocupar las ya casi centenarias butacas del Capitol, del Callao y del Palacio de la Prensa.

- ¿Cual es la postal de la Gran Vía que crees nunca se debería perder?

Creo que al menos son tres las postales simbólicas que no deberían perderse en la Gran Vía. La primera, el edificio de Metrópolis de la calle de Alcalá, que sirve de preámbulo para su trazado. La segunda sería la conformada por el edificio de la Telefónica y la red de San Luis. Y finalmente, una última marcada por la confluencia de la Plaza del Callao con el edificio Capitol. Creo que las tres representan a la perfección las tres épocas muy distintas que se advierten en el recorrido. El Metrópolis es un edificio que supone una reminiscencia de la ciudad antigua, tal y como se entendía a finales del siglo XIX, en la que las formas de sociabilidad y ocio sólo estaban abiertas a unos pocos sectores sociales. De hecho, el primer tramo que marca arquitectónicamente hasta la red de San Luis siempre se ha distinguido por la presencia de bancos, compañías de seguros e incluso casinos, siguiéndose así un modelo muy similar al del área de servicios ya planteado previamente en la calle de Alcalá. El edificio de la Telefónica marca un punto de inflexión. La entrada de la ciudad en el fluir de unos tiempos vertiginosos que se reflejan en unas nuevas formas de actividad económica y social, las cuales a su vez se traducirían en mayor bienestar para sectores poblacionales más amplios. Finalmente, el Capitol supone, como bien se dijo en la época, un jalón en la historia del nuevo Madrid. Un símbolo en sí mismo con el que la urbe parecía salir finalmente del escenario clásico protagonizado por la zarzuela, el sainete y la tradición de la calle popular para adentrarse en el selecto grupo de las grandes capitales europeas.

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