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Justicia calibre .44

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En la ciudad de Hamilton, en Ohio en 1871, dos tipos, Tom Myers y Thomas McGehean empezaron una pelea de bar que acabó con el primero de ellos muerto de un disparo y con el segundo acusado de asesinato. McGehean salió por la puerta de los juzgados libre como un pájaro gracias a que su abogado, Clement Vallandigham, demostró que la víctima se había disparado a sí misma en el estómago con un revólver y no su cliente, como así le acusaba el fiscal. Vallandigham, que además de abogado fue un activista contra la movilización unionista en la guerra de secesión estadounidense, se plantó frente al jurado para mostrar cómo Myers se había disparado al intentar sacar su pistola del bolsillo para disparar a McGehean, por lo que pidió un arma y escenificó el supuesto crimen. Con lo que no contaba nadie, a excepción del propio Vallandigham, que bien por perfeccionismo o por cabezonería, era consciente de lo que ocurriría segundos después (que el arma se dispararía al intentar sacarla y terminó muriendo de la misma forma que la víctima). El jurado tuvo a bien concederle a McGehean la libertad, así que el otro no habría muerto para nada.

A veces tenemos que imaginar, de vez en cuando, que hay alguien que nos mira por un agujerito para obligarnos a hacer lo correcto o para ser sinceros. La mayoría de las veces la sinceridad va más allá de decir la verdad, y la bondad no siempre tiene que ser pasiva. A Clement Vallandigham le costó la vida demostrar que su cliente no había cometido un crimen porque ningún jurado -ni el mismísimo Thomas McGehean para salvar su propia vida- se habría disparado a sí mismo para encontrar la verdad. Uno no quiere matarse de camino al patíbulo. Ser malo es muchísimo más fácil, pero necesitas construir un relato. En toda ficción hay un porqué más o menos rebuscado tras cada villano. Todos entonan su manifiesto cuando por fin han atrapado al protagonista, dándole el tiempo necesario para poder zafarse y derrotarlo, no sin antes ofrecernos esa dosis de empatía con ellos que nos plantee un pequeño dilema. ¿Tendrá razón? Todo el mundo tiene derecho a explicarse.

Cuando el mal es gratuito, suele representarse en formas impersonales, como catástrofes naturales, o una metástasis de la ética y la moral provocadas por apocalipsis zombis, espíritus malignos o invasiones alienígenas pero el antagonista nunca suele ser humano. Humano trastornado/traumatizado/no-muerto a lo Jason Voorhees, en todo caso. Nos cuesta entender que haya quien disfruta haciendo el mal, por más ejemplos que tengamos delante. Heinrich Himmler podría preparar un Power Point para defender la Solución Final y las explicaciones de Stalin sobre la Gran Purga podrían ser muy convincentes para quien esté dispuesto a excusarlas, pero la explicación o el relato son la parte pintada del cartón piedra. Por más malabares argumentales, retóricos, teóricos, abstractos o pragmáticos que haga uno, el relato solo sirve para dar cabida a algo inconcebible. Como hablar de los intereses de España para justificar la masacre en Palestina, como ha hecho nuestro héroe de las Azores. Los abogados del mal están muy dispuestos a volarse las tripas por ganar el caso.

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