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Malasaña 'old skull': Las mujeres que cuidaron a Eustaquio, el topo ácrata

Anarquistas en julio del 36

Luis de la Cruz

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Fina miraba desde las oquedades de la multitud compacta el cristo deforme que otras veces había podido contemplar, aún con las dos manos y sin los disparos en el rostro, en la Iglesia de las Maravillas. El 6 de abril, Jueves Santo, aún con la sombra de Franco proyectándose desde Burgos, sacaron la imagen a pasear en honor a los caídos. Aquella Semana Santa fue un desfile militar de botas sobre colillas, en el Madrid raquítico de 1939.

– ¿Qué pinta tiene todo­ por ahí fuera? – preguntó a la vuelta Eustaquio –.

– Hay mucha gente gritando, gente mirando, como yo, y unos cuantos a los que no se ve por ningún lado, como tú. Es mejor que sigas escondido hasta que se tranquilice todo.

Eustaquio es el hermano mayor, el que nació con el siglo. Ambos vinieron del pueblo con la promesa de su colocación en los tajos de la Gran Vía y acabaron malviviendo de las perras que Fina sacaba sirviendo con el señor Meléndez. Y, sobre todo, comiendo de la despensa de la casa. Entre jornal y rato en los billares, se juntó con una chica de la Prosperidad y tuvieron a Rosa (como su madre). Sin papeles de por medio, la muchacha del extrarradio se volvió al pueblo un buen día, después de que estallara la guerra, y nunca más se supo

Rosa. 1939 , ése año, con 12 y un padre que se ha paseado con un coche con No pasarán CNT-FAI tatuado a brochazos por todo el centro de Madrid. Todo 1939, y muchos más años, mudita, bien agarrada a las piernas de su tía detrás del mostrador de su tienda de comestibles.

El señor Meléndez nunca volvió de Santander. Consideró de confianza a la Fina, su empleada, que se hizo la tendera de la calle San Vicente Ferrer a cambio de depositar cada mes unas pocas pesetas en una cuenta del Banco de España. Con el tiempo pudo, incluso, pagar un traspaso ventajoso. Para entonces ya no se escuchaba el carraspeo de Eustaquio bajo la trampilla de la tienda.

Todos los pringados que no pudieron –o no quisieron– salir de Madrid y sirvieron en el Ejército Rojo deben presentarse ante la autoridad. Pese a que Eustaquio dice no tener delitos de sangre ha decidido quedarse escondido en un sótano secreto de la tienda, al que se accedía por otro más grande, que Rosa aún recordará años después con banquetas dispuestas a ambos lados para servir de refugio de los bombardeos, como en el metro. Bajo el estruendo de los obuses, cara a cara, se igualaban la vecina del principal y el pobre diablo del sotabanco. Después de aquel abril volverían cada cual a su planta y a su dignidad social.

*

Eustaquio y Loli se conocían de los ambientes de la calle de la Luna. A menudo las putas se refugiaban, cuando la policía las cercaba, en la sede de la Federación Local de CNT, en el viejo palacio de Monistrol. En otras ocasiones, eran aquellas mujeres las que servían de refugio de los anarquistas madrileños. En una de aquellas, los guardias andaban a las puertas con la mosca detrás de la oreja. Con razón. Los sindicalistas habían recibido un cargamento de pistolas que consiguieron sacar en sus narices: escondidas, una a una, y por parejas. Salían del viejo caserón riendo del brazo, con la star en el sostén o en el sobaco. Aquel día, como otros, Eustaquio y Loli compartieron tensión y risa nerviosa. Sudor y mueca cómplice.

Cuando los militares se levantaron en África, el local de la calle de la Luna se encontraba clausurado por la huelga de la construcción, pero pronto se convirtió en centro neurálgico de la resistencia cenetista y Eustaquio, que sabía conducir, fue empleado como chófer, unas veces en tareas de abastecimiento y otras de traslado de enfermos. Un viejo coche incautado en algún garaje del barrio de Salamanca fue su compañero durante la mayor parte de la guerra. Durante los primeros días de la contienda llevaba adosado un colchón en el techo para amortiguar los disparos de los pacos y, desde su ventanilla, puede ser que viera alguna escena que preferiría no haber visto.

El día que Rosa cumplió 16, en 1942, Eustaquio salió para siempre de su madriguera bajo la tienda de coloniales y fue, de alguna forma, una liberación para todos. En los últimos siete años padre e hija apenas habían compartido algunas miradas bajo la luz de un candil, un puñado de palabras, austeras como la dehesa castellana que abonaba su estirpe, y un abrazo. Los momentos de mayor complicidad habían sido las travesuras de Eustaquio que, a veces, se acercaba a la trampilla de la tienda y hacía ruiditos extraños cuando su hermana atendía a las vecinas más rancias. Tras el mostrador, la niña sonreía y buscaba el destello de la mirada de su padre en el quicio de la cueva, mientras a Fina le atronaba el corazón.

Después de la victoria, las putas seguían ahí, con alcahuetas que parecían haber hecho instrucción fascista, y chinches en el colchón. Pasados los primeros años, mucho después de que se llevaran del barrio a Julia Conesa y a Blanca Brisac, Eustaquio empezó a hacer alguna salida nocturna de la madriguera. Las precauciones que tomaba no eran muy diferentes de las de las reuniones clandestinas preparando la huelga de camareros u otras, antes de la guerra.

Y aquel día, cuando Rosa fue ya una muchacha, el topo cambió la oscuridad del sótano por el nido de una mísera buhardilla en la calle de la Ballesta a la que, cada día, Loli llevaba comida y compañía.

*

1970, salía Félix Rodriguez de la Fuente en la pantalla en blanco y negro. Como cada miércoles, Rosa fue con Amelia al mercado de los Mostenses. La mañana de compra era un ritual de comunión para madre e hija. Ese año la pequeña empezaría la universidad y pareciera que ambas quisieran apurar aquellos momentos, antes de la incertidumbre.

Caminaban charlando entre el bullicio de los puestos cuando aquella mujer de la limpieza, todo pómulos y surcos, espetó a Rosa: “Hace tiempo que dejó de hablar”. Silencio incómodo. Titubeos.

Rosa cogió a la chica del brazo y siguieron el camino. Ella se dejó llevar los pies confusos. Su mano agarrada a la de su madre, sus ojos, la respiración a punto de balbucear no sé sabe qué, parecían querer dejar clara su sorpresa.

Tras momentos de evasivas, pasos cortos y latidos largos, ambas mujeres se sentaron en un banco de la nueva Plaza de la Luna. Rosa fue, entre datos y recuerdos, explicando a Amelia quién era su abuelo, del que la chica sólo sabía que había luchado en el bando republicano y, creía, había muerto durante la guerra en Madrid. Eso, y una foto con sombrero de domingo.

– Después de que dejara la tienda pasaron tres años antes de que volviera a saber nada de él. Un día una mujer, ésa a la que acabas de conocer hace un rato en los Mostenses, trajo una carta oculta, al cierra de la tienda de la tía Fina. Desde entonces nos hemos visto varias docenas de veces, siempre en su casa. Cada mes, durante mucho tiempo, intercambiamos también cartas en sobres cerrados, que se despachaban en una relojería de la calle Molino de Viento que él llamaba “la estafeta” – el relojero nunca preguntó nada ni dio pie a que yo lo hiciera–. Papá jamás habló mucho, las últimas veces sólo me ha acercado un viejo peine. Le leo el periódico y, a veces, pasajes de un ejemplar de Reclús con el que aprendió a leer.

Amelia se sentía estafada. No conseguía entender cómo era posible que su madre le hubiera hurtado una parte de su vida... y al mismo tiempo albergaba emociones desconocidas, destellos que querían iluminar un camino borroso, un lugar por explorar. Las respuestas llegarían después. El costurón del momento se selló con lágrimas y un abrazo emocionado.

Unas semanas más tarde Rosa y Amelia acudieron al nido de Eustaquio. Como en las otras ocasiones, fue Loli quien abrió la puerta de la buhardilla y, como aquella vez en el palacio de Monistrol y todas las veces que no hemos contado, fue ella quien sacó del brazo a Eustaquio de su celda autoimpuesta.

– Eres igual que tu abuela, dijo el viejo – cuya voz sonó como no queriendo sonar –.

Ofreció el peine a Rosa y el desvencijado tomo de Evolución y Revolución a su nieta. Ésta levantó la mano tímidamente en señal de pausa y sacó del bolso una serie de cuartillas, impresas en vietnamita y grapadas. La Idea. Sin mediar palabra, comenzó a leérselas a Eustaquio, que se durmió en la silla con una sonrisa plena.

No, lector, Eustaquio no murió todavía, como has pensado.

Eustaquio volvió a mandar cartas a “la estafeta”.

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