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La vida en guerra dentro de un rascacielos vista por Ilsa “la de la Telefónica”

Ilsa Barea-Kulcsar con unas ramas de almendro en flor recogidas del frente de Madrid | Hoja de Lata

Luis de la Cruz

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Contaba Ilsa Barea-Kulcsar que, durante un tiempo, tuvo en su despacho del Edificio Telefónica un par de ramas de los primeros almendros en flor que había cogido en una visita al frente, en el Parque del Oeste. Una especie de metáfora material de la esperanza en un Madrid cuya cotidianidad transcurría entre los temblores de muerte producidos por los obuses. Esa especie de optimismo realista queda trasladado a Telefónica, su novela sobre los hechos editada este año y que se presentará en el propio edificio el próximo martes. Escrita casi sobre el terreno, narra una experiencia en la resistencia madrileña durante el final de 1936 que no es esquiva con las contradicciones y divisiones internas del bando gubernamental, pero en la que pervive una cierta esperanza que podría leerse en la robustez del rascacielos de la Gran Vía.

Ilsa Barea-Kulcsar (habrán adivinado que era su nombre de casada, antes fue Ilse Wilhelmine Elfriede Pollak) nació en 1902 en Viena. Desde joven militó en diferentes organizaciones comunistas y socialistas, hasta que tuvo que exiliarse en 1934 junto con Leopold Kulcsar, con quien se había casado en 1922 (y sí, ya hemos completado el apellido compuesto con el que hoy la conocemos). Aunque ya eran pareja, se casó con Arturo Barea cuando murió Kulcsar, vivió con el de Lavapiés en Inglaterra hasta su muerte en 1957 –y unos años más–, y volvió a su país natal en 1965, donde murió en 1973.

Ilsa llega a Madrid –al Edificio Telefónica– en noviembre del 36, en plena batalla de Madrid, a una ciudad desahuciada con el gobierno en fuga. Viene como periodista, con la convicción de que la sensibilidad socialista no estaba representada entre la prensa internacional de Madrid, pero pronto acaba trabajando en la censura de la prensa extranjera a las órdenes de Arturo Barea, que la recibe con recelo y acabará siendo su marido. En las fechas en las que él se traslada e Valencia (durante el mes de diciembre) será ella quien dirija la censura, haciendo gala de una notable mano izquierda y empatía con sus compañeros periodistas, que llegó a comprometer su seguridad.

La forja de un rebelde, colosal biografía novelada en tres partes de Arturo Barea que, en parte, describe también los días de la Telefónica, fue publicada en inglés –con traducción de su mujer– y en España solo pudo leerse en 1977. El olvido es mayor en el caso de la novela de Kulcsar.

Ilsa comenzó a escribir Telefónica durante su exilio en París, tras salir de España, y lo terminó ya en Inglaterra. Escrita durante los últimos compases de la guerra, fue publicada por entregas en el diario Arbeiger-Zeitung en 1949 y hoy, por fin, podemos leerla en castellano gracias a la editorial Hoja de Lata. Trabajó escribiendo, como traductora, periodista o publicista, pero Telefónica fue su única novela.

[Aquellas telefonistas de armas tomar]

El libro tiene un carácter evidentemente autobiográfico pero los nombres han sido cambiados, empezando por el de su protagonista, Anita Adam. Barea se llama aquí Agustín Sánchez y la historia de amor hilvana un fresco de la cotidianidad en guerra durante cuatro días en los que, si bien la vida vibraba con los impactos de la artillería, la guerra aún no se había perdido. Ilsa es consciente de ser un elemento extraño en aquel Madrid de excepción, y ocupa cómodamente la posición de observadora, lo que se puede apreciar en las apelaciones del tipo “los españoles y españolas son...”, o en el ambivalente análisis implícito que hace de los personajes femeninos, de los que destaca tanto sus virtudes (son mujeres fuertes y luchadoras) como sus defectos, recreándose en su vanidad o en el uso del flirteo como arma de supervivencia.

Y la Telefónica. El edificio es sin duda un personaje central, al que todos los personajes aluden constantemente en el texto junto con la guerra. Los dos personajes no-humanos que están adentro y afuera.

El Edificio Telefónica durante la guerra

El gigante castizo, el primero de su estirpe de rascacielos en el país, fue durante la guerra centro de la diana para los obuses y orgullo inexpugnable de la resistencia (aunque en algún momento de la novela se plantea la duda, ¿y sí…?). La Telefónica fue utilizada por el bando republicano como observatorio militar y para las tropas franquistas era la referencia a la que tirar con ganas desde el Cerro de Garabitas, en busca de destruir el centro de telecomunicaciones de la España republicana.

[Mapa: la memoria de Madrid como víctima de guerra y el reguero rojo de sus bombardeos]

Además, el edificio albergaba desde casi el comienzo de la guerra la oficina de prensa extranjera y propaganda del Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyo fin era controlar los reportes de los corresponsales extranjeros. Los Hemingway, Saint-Exupéry, Josephine Herbst o John Dos Passos. Casi nada lo que pasó aquellos días por allí, por el Hotel Florida (donde hoy se encuentra El Corte Inglés de Callao) o por la barra de Chicote.

Allí trabajaba Arturo Barea, que ascendió cuando el responsable de la oficina salió de Madrid camino de Valencia en el mes de noviembre. Casi todos habían dado Madrid por perdido. Y allí llegó la escritora de nuestra novela, como dijimos.

Entre los espacios que se convierten en protagonistas de la novela están los sótanos que, como el metro o las cuevas de los edificios del Madrid viejo, sirvieron de refugio a la población. En La forja de un rebelde Barea cuenta aquellos momentos de resistencia interior tras los muros de la mole:

La Gran Vía, la ancha calle en la que está la Telefónica, conducía al frente en línea recta, y el frente se aproximaba. Lo oíamos. Estábamos esperando oírlo de un momento a otro bajo nuestras ventanas, con sus tiros secos, su tableteo de máquinas, su rasgar de granadas de mano, las cadenas de las orugas de sus tanques tintineando en las piedras. Asaltarían la Telefónica. Para nosotros no había escape. Era una ratonera inmensa y nos cazarían como a ratas.

En el texto de la autora Madrid, otoño de 1936, que acompaña a la novela en esta edición, Ilsa Barea-Kulcsar explica que en el momento en el que las señoras de la limpieza le empezaron a ofrecer comida comprendió que había obtenido la ciudadanía del edificio.

Lo cierto es que la Oficina de Propaganda acabaría trasladándose al actual Ministerio de Asuntos Exteriores (entonces Ministerio de Estado). Finalmente, Madrid calló, pero la Telefónica aguantó en pie. Durante la guerra fue su propio arquitecto, Ignacio de Cárdenas, quien se ocupó de su mantenimiento, como quien aplica tiritas en la ceja de un hijo. Al finalizar la guerra tuvo que marchar al exilio y su criatura fue ampliada en los años cincuenta.

Hoy ocupa el centro de la cubierta del relato de Ilsa recuperado por Hoja de Lata, con edición de Georg Pichler y traducción de Pilar Mantilla, y el martes 17 albergará su presentación con la presencia de Pichler, William Chislett (comisario de la exposición sobre Arturo Barea organizada por el Instituto Cervantes en 2018), y la escritora Elvira Lindo. La memoria (casi) siempre acaba aflorando.

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