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La Compañía General de Impresores y Libreros del Reino en San Bernardo

Luis de la Cruz

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Siguiendo con nuestra costumbre de rescatar rincones con historia del barrio de Malasaña, hacemos parada hoy en el número 82 de la calle San Bernardo, a puntito de llegar a la Glorieta de Ruiz Jiménez (también conocida como de San Bernardo). Encontramos en este número un llamativo frontispicio de ecos neoclásicos con la siguiente inscripción: Compañía General de Impresores y Libreros del Reino.

Dicha Compañía se fundó en 1763. Inmediatamente antes se había formado la Compañía de Libreros de Madrid o Compañía de Mercaderes de libros de Madrid, a la que entonces se unían los impresores, aunque el mayor peso siguió recayendo en los libreros, lo que provocó quejas de los impresores. Estos vieron, con cierta razón, que la nueva institución pretendía capitalizar, a favor de los comerciantes, los privilegios que habían tenido ellos.

Aunque comenzó en Madrid, la idea era extenderse a todo el Reino. Se trataba de una sociedad de acciones (quien entrara debía aportar al menos 1500 reales) que invitaba a todos los libreros e impresores, sin distinción alguna, a unirse a ella. Detrás de tal generosidad hay que saber leer oportunidades de mercado de la época. La Compañía, merced de las gracias que obtenía de la administración, y de la fuerza de la unión de los libreros más importantes de la ciudad, conseguía precios en torno al 20% más bajos que el resto del sector, lo que hacía muy difícil competir fuera. Por otro lado, los beneficios se repartían a posteriori, lo que beneficiaba a los libreros grandes, que podían adelantar el dinero. Además se beneficiaba, como hemos dicho, a los libreros frente a los impresores. La idea era pues, conseguir una posición de monopolio de los grandes mercaderes del libro.

Hay que contextualizar el nacimiento de la Compañía en un momento en el que, con el reinado de Carlos III, la orientación liberal- capitalista avanzaba. Se habían desamortizado los privilegios de impresión de las comunidades religiosas y, a partir del mismo año de la creación de la Compañía, se producirían reformas legislativas en este mismo sentido: la relajación de tasas, el precio libre y la consagración del autor a la forma contemporánea, permitiendo que transmitieran sus derechos a sus sucesores.

Podríamos decir que el nacimiento de la Compañía venía a satisfacer las reclamaciones de la pujante burguesía – de la dedicada a la industria editorial – y, a la vez, era una apuesta de las autoridades por el camino de la economía liberal y el intento de lanzar una industria poco importante en esos momentos en España.

Pasado el tiempo, en el mismo número 82 de San Bernardo, en los años veinte del siglo XX una noticia que hemos encontrado sitúa en el inmueble una academia con internado regida por sacerdotess (Academia Cicuendez), en los sesenta, unas dependencias del Servicio Social. Hoy sólo pervive la fachada exterior, tras la que hay unos modernos apartamentos con patio de entrada.

La industria del libro en Madrid y en Malasaña

La industria del libro en Madrid y en Malasaña

A mediados del XVIII Madrid era la plaza más importante en lo tocante a la venta de libros. Había un mercado reseñable, además, en Barcelona, Valencia, Sevilla, Valladolid, Cádiz y Zaragoza. Conviene resaltar, con objeto de no perder de vista la modesta importancia de la industria del libro, que sólo en París había entonces más librerías que en toda España.

En Madrid no existía un gremio del libro como tal, aunque sí una cierta estructura gremial reflejada en las clásicas hermandades de San Juan ante puerta Latinam (los impresores) y San Jerónimo (los libreros). La adscripción no era obligatoria y acogían a otros oficios, como los encuadernadores. El sector estaba poco regulado y por eso nos es poco conocido.

Hay que tener claro que no sólo en las librerías se vendían impresos en Madrid. Podríamos diferenciar entre el impresor librero, el librero con tienda… y una gran cantidad de establecimientos donde se vendían papeles impresos, en los mismos sitios donde se vendían telas o huevos.

Los buhoneros (vendedores callejeros de baratijas) también los llevaban en sus cestos. Era tradición que los escritos populares los vendieran los ciegos y también los llamados retaceros, gentes pobres que vendían papeles curiosos, como almanaques, coplas o romances. Como curiosidad, cabe decir que uno de los best sellers del siglo XVIII, el Teatro crítico universal de Feijoó, se empezó a vender en la portería del Convento de San Martín. También conviene saber que la costumbre de copiar a mano las obras aún perduraba en ese siglo.

En total, debía haber a mediados del XVIII entre 40 o 60 librerías (según fuentes) en la ciudad y vivían de la industria del libro menos de 300 personas. Hablamos de distintas categorías (maestros, oficiales o aprendices) y oficios (impresores de estampas, fundidores de letras, etc.)

Los que vivían en peores condiciones eran los oficiales tipográficos, que debían tirar 1500 pliegos en una jornada por siete reales (3000 caras, que se traducían en 6000 golpes de prensa). Poco a poco, los impresores se convertirán en uno de los grupos de trabajadores con mayor nivel de conflictividad social y conciencia de clase de la ciudad, ya en el siglo XIX.

Si la mayoría de los libreros e impresores no se hicieron precisamente ricos, sí hubo un grupo privilegiado, que podemos identificar precisamente con los fundadores de la Compañía General de Impresores y Libreros del Reino, que hizo fortuna con el papel impreso. Son los Ibarra, Antonio Sanz de Ureña, Pedro Joseph Alonso, Padilla o Francisco Manuel de Mena. Encontramos también libreros extranjeros, como los franceses Barthélemy u Orcel, que se enriquecieron trayendo libros de París y Lyon.

La mayoría de los establecimientos de libros no se encontraban en lo que hoy es Malasaña, estaban más bien en el viejo Madrid. Entre mediados del XVI y del XVII encontramos a los libreros entorno a la Puerta de Guadalajara y la calle de Santiago. La creación del Colegio Imperial hizo que se trasladaran a la calle Toledo y sus cercanías. También en Mayor o en la calle Atocha. Mención especial merecen los cajones que los libreros importantes ponían en las inmediaciones del Palacio Real.

Sin embargo, sí que se encuentran, desde el XVII, bastantes impresores y libreros que vivían en la Calle Ancha de San Bernardo, y sabemos que era frecuente que la vivienda estuviera en la trastienda del comercio, o anejo a él.

El antecedente más temprano que encontramos en las calles de Malasaña es la imprenta de María de Quiñones, que tuvo su establecimiento en la calle Quiñones, en la esquina con la calle del Acuerdo, en la primera mitad del XVII. Hoy la calle lleva su nombre. María de Quiñones estuvo casada con el célebre Juan de la Cuesta, impresor de El Quijote, y no pudo firmar sus trabajos hasta que enviudó de éste por el trato legal de minoría de edad que se le daba a las mujeres. Es posible, sin embargo, que ya trabajara cuando se imprimió en la calle Atocha la edición princeps de la inmortal obra de Cervantes.

A partir del siglo XIX, con el polo de atracción cultural que supondría el establecimiento en el barrio de la Universidad Central en San Bernardo, se vivirá en la zona una auténtica edad de oro de las librerías y las imprentas, que fue decayendo hasta encontrarnos hoy con un cierto resurgir, propio del momento, de librerías de viejo, especializadas y –alguna-, con barra de bar.

PARA SABER MÁS:



- Agulló y Cobo, M. (2009). La imprenta y el comercio de libros en Madrid:(siglos XVI-XVIII). Universidad Complutense de Madrid, Servicio de Publicaciones. http://eprints.ucm.es/8700/



- Fernández, C. J. A. (1989). Negocio e ideología en la España de la segunda mitad del XVIII: La compañía de impresores y mercaderes de libros de Madrid. Investigaciones históricas: Época moderna y contemporánea, (9), 71–96.



- Lopez, F. (1984). Gentes y oficios de la librería española a mediados del siglo XVIII. Nueva revista de filología hispánica, 165–185.

Sheherezade

Gracias Luis por estos artículos entre la memoria y la belleza de recordarnos que el territorio se vuelve espacio, en la medida en que es habitado.
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