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Ignatius Farray: “Me he acabado refugiando en la histeria, el pánico y la ansiedad por mis carencias como cómico”

Ignatius Farray, con el uniforme de BOX frente al mural más fotografiado de Malasaña

Diego Casado

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Si vives en Malasaña, es difícil que no te hayas cruzado alguna vez con uno de sus vecinos que más carcajadas está provocando últimamente. Le reconocerás por su inconfundible barba y sus pantalones cortos azules, que viste independientemente de la época del año. O porque ha actuado en decenas de locales del barrio. O tal vez porque se ha convertido en el referente para la legión de seguidores con los que cuenta La Vida Moderna, un programa de radio que se mira en Youtube y que ha dado la vuelta a la forma de hacer comedia en España.

Además de vivir en esta céntrica zona de Madrid, Ignatius Farray hace mucha vida de barrio pero intenta pasar desapercibido. Muy alejado de su personaje sobre los escenarios, Nacho Alemany (Granadilla de Abona, 1973) compra arándanos en una frutería de Espíritu Santo o hace fotocopias en la Plaza del Rastrillo. Y, por si alguien lo dudaba, no va haciendo gritos sordos ni chupa pezones a cualquier jovencito confuso que se le acerque. “Cambio mucho fuera del escenario, soy un tío muy diferente”, asegura serio al inicio de la entrevista con Somos Malasaña. Nos citamos con él en el Pepe Botella para hablar de la efervescencia de cómicos que vive Madrid y el renacer de los clubs de monologuistas. Y es que a través de Ignatius se puede trazar un recorrido por el auge y caída de la comedia en España durante los últimos 20 años.

El gusanillo del humor le entró a Farray en Reino Unido a finales de los noventa. Hasta allí cuenta que tuvo que emigrar porque después de acabar la carrera de Imagen en la Complutense, solo encontró un trabajo precario en Pizza Hut. “Decidí con otro amigo marcharne a Londres, donde trabajaba en el turno de noche de un hotel”, recuerda. Se pasó allí dos años y a la vuelta era otro: en la capital británica descubrió los comedy clubs y el trabajo de cómicos ingleses, que le metieron en vena las ganas de hacer reír a los demás.

Sin embargo, la carrera de Ignatius comenzó un poco más tarde, a los 29 años. Fue en un concurso de monólogos cerca de su pueblo, en el sur de Tenerife. “Entonces me daba mucho pánico subirme a un escenario, nunca pensé que me acabaría dedicando a esto. Pero mi vida en ese momento era tan de mierda que las opciones se habían reducido mucho y no me costó tirarme a la piscina. No tenía otra cosa”, confiesa soltando una carcajada. No le fue mal: quedó finalista y vio que tenía madera para dedicarse al humor. “Sigo pensando que fue mi mejor actuación”, dice convencido.

“El subidón de entretener a la gente me enganchó bastante desde la primera vez, así que decidí volver a Madrid”. La ciudad que le acogió cuando llegó como estudiante a los 17 años ahora se había convertido en un paraíso para los monologuistas: “Cuando llegué la situación de la comedia era muy buena. De repente se había generado un subidón y no había lugar que no contara con un bar para hacer monólogos”, recuerda. Ignatius Farray, que todavía no se había hecho un nombre en este circuito, recorría uno a uno los bares de Malasaña para proponer su primer espectáculo, un formato de 20 minutos que se podía desarrollar en cualquier espacio. “Muchos de ellos me decían que no hacían monólogos, pero me dejaban una esquina para hablar”. Así empezó en la capital.

Las hojas de promoción de esta época son arqueología pura de la comedia madrileña. Las hacía a mano el propio Ignatius y luego las fotocopiaba una y otra vez, cambiando solo la fecha y el lugar de la actuación para abaratar costes. Algunas copias salían tan mal que provocaban alguna confusión: “Eva Hache, que entonces era muy famosa y no me conocía, vino una vez a verme actuar pensando que yo era un cómico negro, de lo que se había oscurecido la fotocopia. Me lo acabó confesando cuando me saludó, después de la actuación”.

Paramount y la burbuja del ladrillo

De actuar en pequeños locales, Ignatius pasó pronto a la pequeña pantalla: empezaba a aparecer en sketches chanánticos, como en aquella aparición como corista de la canción Hijo de puta que cosechó millones de visualizaciones. Trabajo que por entonces apenas le daba para vivir: “Yo dormía en un colchón en el suelo de la habitación de un excompañero de universidad, sin pagar nada porque no podía hacerlo”. Fue entonces cuando internet lo cambió todo.

“Recuerdo cuando un día hablando con Joaquín Reyes y Ernesto Sevilla me contaron que había una cosa que se llamaba Youtube, donde estaban poniendo los vídeos de La Hora Chanante, para que pudiera verlos todo el mundo”. La viralidad en redes fue lo que provocó que este programa se acabara convirtiendo en un fenómeno de masas y multiplicara su trascendencia. “Fue una época bonita, hubo un auge de humoristas que acabaron encontrando su camino”. Y llegó la fiebre por los monólogos: “Las puertas estaban muy abiertas para muchos de los cómicos que grabábamos en Paramount Comedy. Era una carta de presentación muy chula para que me llamaran de bares de toda España, donde querían que actuara. Como los cómicos les pasábamos a ellos los teléfonos de otros cómicos, se empezó a montar un circuito alrededor nuestro”.

Pese al buen momento, las condiciones no eran por entonces muy boyantes: “Una vez me llamaron para actuar en un bar de Marbella, me pagaron el autobús de ida y vuelta desde Madrid y 200€ por la actuación”, recuerda. “Era una paliza pero me hacía ilusión”. De repente, las posibilidades de actuar se multiplicaron en zonas como Asturias, donde había una afición desmesurada a consecuencia de que Paramount Comedy se veía allí en abierto, pero también en la costa levantina, de Valencia hasta Murcia, por otros motivos bien distintos. “Está feo decirlo, pero la comedia de aquella época se amparó en la burbuja inmobiliaria”, apunta Ignatius, que cree que muchas de las actuaciones servían para blanquear dinero negro procedente del ladrillo. “En aquella época a todo el mundo le pagaban en B. Es feo pero a la vez es bonito que parte del dinero de aquella trama inmobiliaria se estaba destinando a sufragar la comedia que años después sería muy contestataria con este tipo de comportamientos políticos”.

Del Café del Foro al Picnic, pasando por el Triskel

Los comienzos como monologuista de Ignatius Farray coincidieron con los últimos años de uno de los lugares míticos de Malasaña, el Café del Foro. Situado en la calle San Andrés, este bar de tertulias y actuaciones acogió entre sus paredes a cómicos como el Gran Wyoming, Faemino y Cansado... y a un grupo de intérpretes más jóvenes entre los que estaban Miguel Esteban o Borja Sumozas. Ellos estuvieron presentes, actuando, en la última velada de este icónico café. Años después, la amistad que labraron en este lugar se extendió primero al Handyman, cerca de la plaza del Carmen, y después al Triskel, la taberna irlandesa de la calle San Vicente Ferrer, donde se siguieron reuniendo -ya en el formato de micrófono abierto- una vez al mes. “Cualquier cómico, aunque no fuera colega, se presentaba allí y podía actuar esa noche”, recuerda Ignatius. “Toda esa tradición desembocó en las noches del Picnic”, añade sobre uno de los espacios clave en Madrid para los open mic y la cantera de la nueva comedia española.

“El Picnic ha servido como sitio de referencia. Un cómico nuevo necesita foguearse en espacios como ese local y ahora mismo no lo tiene tan fácil como nosotros lo tuvimos”, resalta el humorista. “Da mucha rabia que gente más brillante de lo que nosotros éramos en otra época no puedan ganarse la vida solo con sus actuaciones en un escenario. Por eso para ellos encontrar lugares como el Picnic ha sido fundamental”. Hoy, la comedia en directo vuelve a vivir un cierto auge -asegura el humorista- con hasta siete espacios de este tipo con programación estable.

Este bar de la calle Minas sirvió también como escenario de El fin de la comedia, la serie de televisión que le ha reportado al tinerfeño uno de los reconocimientos más llamativos de su carrera: la nominación al Emmy por la mejor comedia de 2018, que finalmente no se llevó. Él valora haber llegado hasta allí y el resultado final: “No está mal poder decir que perdiste un Emmy, pero no podía ser de otra manera. Hubiera estado muy feo que El fin de la comedia se hubiera convertido en ganadora, iba contra su espíritu”, asegura convencido. La idea de este formato, en el que el humorista se interpreta a sí mismo, surgió por la amistad con Miguel Esteban, con quien grabó primero Todo el mundo quiere ser como Ignatius Farray,. En el proyecto también estaba Raúl Navarro. Todos son vecinos de Malasaña, zona que aparece reflejada en numerosas escenas de la serie nominada.

“La gente ha tomado la serie como una especie de reivindicación del barrio, y en el fondo puede que lo sea”, destaca. Además de en el Picnic, su equipo rodó en el Café Manuela, en la librería de Espíritu Santo... y es que las localizaciones las conoce bien, ya que Malasaña es su lugar de residencia desde hace años. Ha pasado ya por cuatro pisos diferentes. “Me cambio cuando los vecinos ya me han visto mucho en pelotas”, bromea y recuerda cuando recibió por Twitter un mensaje alusivo procedente de una pareja que vivía justo enfrente de la que entonces era su casa, en San Vicente Ferrer, justo delante de la Sala Maravillas. “Tengo suerte de que a mí el ruido no me molesta”, añade para aclarar que se mudó de ese punto, uno de los más bulliciosos de la zona, a la plaza del Dos de Mayo.

A Ignatius no es difícil verle por la plaza Luna o el Dos de Mayo jugando al fútbol con su hijo, con unas aparatosas porterías plegables, en partidos a los que se acaban apuntando muchos otros malasañeros. “Se montan partidos de fútbol muy guays y ya se ha creado una pequeña tradición, cuando sacamos las porterías salen niños hasta de debajo de las piedras”, se ríe. Y también usa su entorno para trasladar la comedia de sus series y programas: como cuando apareció esta imagen en su cuenta de Twitter, donde le siguen más de 300.000 personas:

Y también esta otra

“En Malasaña está proliferando todo este moderneo de sitios cuquis, así que había que reivindicar la otra parte del barrio. Por eso propuse la broma de que la gente se fotografiara muy tirada en la calle, como si estuviera bajo los efectos de estupefacientes o el alcohol, delante de este tipo de establecimientos”, cuenta. “Mucha gente se sacó la misma foto y el lugar se convirtió en una especie de photocall. Los del Lolo Polos colgaba estas mismas fotos de Instagram”, recuerda.

Durante la entrevista, hacemos notar a Ignatius que, de tanto hablar de comedia en su serie y en sus programas, se ha convertido en una especie de teórico sobre su funcionamiento: “No lo hago de forma premeditada, pero a veces no se te ocurre otra cosa de la que hablar (se ríe) y terminas hablando de la propia comedia y haciendo reflexiones”, dice. “No por querer sentar cátedra de ningún tipo”, puntualiza. Eso nos lleva inmediatamente a hablar de su forma de actuar: “Yo me muevo sin mucho método: la sensación que yo tengo es la de estar nadando en una piscina y necesitar mantenerte a flote. No tienes a qué agarrarte y empiezas a nadar, para intentar sacar la cabeza del agua”, dice gráficamente. “He tenido que hacerme a la idea de que nunca podré llegar a ser el cómico que deseé ser, que tenía en la cabeza. Me he tenido que acabar refugiando en la histeria, el pánico y en la ansiedad. Por mis carencias como cómico, no porque yo haya pensado en comportarme así”, asegura.

Sin embargo, este aparente descontrol no se percibe cuando Ignatius Farray aparece en el escenario: en todo momento y a pesar se su aparente histrionismo, controla perfectamente cada gesto o cada palabra que sale de su boca. “Como actúas mucho, puede ser que acabes cogiendo una estructura y teniendo más confianza, porque sabes que algo ha funcionado otras veces, la gente se ha reído, y no tiene por qué salir mal la siguiente vez. Pero eso no fue premeditado: todo esto ha ido acumulándose a golpe de tantear a ciegas. Como el día en que llegué a un sitio, no sabía qué hacer y me ponía a chupar pezones a jovencitos confusos. Era una puta locura”.

El éxito de 'La Vida Moderna“

Su número de seguidores ha ido creciendo a la par que su actual espacio de radio, La Vida Moderna, que se ha convertido en un fenómeno inesperado. “Empezó con un programa solo para agosto, para sustituir la programación de ese mes de la Cadena Ser, que estaba de vacaciones. Luego fue cogiendo cuerpo, nos dieron los lunes y al final hemos acabado emitiendo de lunes a jueves, a las cuatro de la mañana”, relata. En tiempos de internet, la hora de emisión es lo de menos: cada programa acumula cientos de miles de visitas en YouTube, mueve a masas y en 2018 acabó recibiendo el Premio Ondas al mejor programa de radio. ¿Cuál es el truco del éxito? “El valor principal del programa es que cada uno de los tres es muy distinto al otro, pero hemos acabado compaginando muy bien y nos acompasamos. Se nos nota esa amistad y complicidad que hemos acabado teniendo. Es una sensación bonita”.

Ignatius afirma que la química que han conseguido crear este trío de cómicos se extiende también a la gente, tanto al público que acude a ver cada programa (el único que se graba habitualmente en la Cadena Ser con espectadores) como a sus cientos de miles de oyentes. “La gente es muy amable y nos sigue el rollo a veces hasta extremos que no sospechábamos”. Como cuando hace dos años fundaron un país ficticio llamado Moderdonia, ante 3.000 personas en un descampado de Guadalajara. Luego sus seguidores empezaron a hacer banderas y a sacarlas a la calle: “Por Malasaña la gente colgaba sus banderas de Moderdonia de los balcones”, rememora. “Es bonito sentir ese respaldo de la gente, aunque a veces llegue a un desmadre insostenible. Pero eso también es cómico y absurdo”.

Esa comunidad de oyentes, en número y fuerza, es clave para “poder hablar con libertad sobre muchos temas”, explica Ignatius. “Yo en concreto derrapo mucho: a veces empiezo hablando de un tema y la cosa puede acabar más o menos bien, pero otras no tiene mucho sentido”, admite. Una libertad que aprendió del genial cómico Louis C.K., a quien tuvo la oportunidad de ver en el Comedy Cellar de Nueva York, la noche antes de la ceremonia de los Emmy: “Fue una inspiración saber que se puede hacer una serie de comedia con una libertad como la de Louie”.

Con esa misma libertad y con la idea de registrar la atmósfera de los comedy clubs, ahora se plantea volver junto a Iggy Rubin con el formato de La Commedia, un espectáculo en directo en el que además cuenta con guionistas malasañeras. Y le gustaría hacer al menos una tercera temporada de El fin de la comedia: “Pensábamos que ser nominados al Emmy automáticamente nos ayudaría, pero no ha sido así. Ya no sé qué hay que hacer”, dice medio en broma medio en serio.

Sir Archibald Percival

Hola Don Juan Ignacio. Soy seguidor tuyo y ya que nadie escribe nada -ni para ponerte a parir- te mando un saludo aprovechando la entrevista (gracias, somosmalasaña)



Qué calvario debe ser lo de las pastillas para el colesterol, ¿eh? No te preocupes, seguro que Shiva sigue de tu lado. Somos muchos los que te tenemos un gran aprecio y cariño y no dejaremos de ofrecerte nuestros pezones para que los chupes.



Un saludo y muchas gracias por las risas y carcajadas.
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