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Europa ante las urnas

Vista general dr la Eurocámara.

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Entre los días 6 y 9 de junio se celebrarán en todos los Estados de la Unión Europea elecciones para la X legislatura del Parlamento Europeo (PE), de cuyas urnas surgirán no solo sus miembros, sino –indirectamente– el reparto de cargos en las diferentes instituciones comunitarias, incluida la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la Unión

Las elecciones van a tener lugar en un momento muy delicado, en plena guerra de Ucrania, a las puertas de la UE, a la sombra de un posible resultado hostil hacia el proyecto europeo en la próxima elección presidencial de EEUU, y con un ascenso generalizado de los partidos populistas y nacionalistas de extrema derecha contrarios al proceso de integración. Sus resultados van a condicionar las políticas comunitarias en los próximos cinco años con consecuencias directas para todos los ciudadanos europeos.

Un proyecto en construcción...

El proceso de integración europea ha oscilado siempre entre avances que invitan al optimismo, como la reciente aprobación de los fondos Next Generation con financiación comunitaria, y dificultades antiguas o nuevas que a veces parece imposible superar.  El viejo sueño de Monnet, Schuman, Adenauer, De Gasperi, y tantos otros, avanza lentamente, superando sucesivas crisis, sin atreverse a definir exactamente hacia dónde. Son muchos países, con historias muy diferentes, a veces enfrentados entre sí, con intereses en ocasiones divergentes, desconfianza, recelos mutuos y siempre, contaminándolo todo, el nacionalismo, o deberíamos decir mejor la nacionalitis, la inflamación de lo nacional, el egoísmo tribal, que impide completar la unión y compartir una soberanía que sin esa unión es solo teórica. 

Las ventajas que podía ofrecer al capitalismo ya se han conseguido: la libertad de circulación de capitales, de mercancías y de personas (fuerza laboral). Pero la completa unión económica y política es otra cosa. La primera implica una solidaridad que los europeos más ricos están muy lejos de aceptar. La segunda conlleva la pérdida de poder de las clases políticas nacionales, y de los que influyen en ese poder y se aprovechan de él, así que van a intentar mantenerlo mientras sea posible. Incluso convenciendo a sus ciudadanos de que preservar sus intereses nacionales les beneficia, aunque realmente a ellos, a la gente común, a los trabajadores, les beneficiaría más ser única y efectivamente ciudadanos europeos. Entre otras cosas, porque tendrían mucha más fuerza frente al poder para defender sus derechos.

No obstante, a pesar de sus limitaciones, a pesar de estar a medio camino, la Unión Europea es un proyecto que vale la pena. Una construcción política única en el mundo, que si prospera podría reproducirse en otros sitios, extendiendo su mejor logro:  la supresión de fronteras, la sustitución del enfrentamiento por la cooperación, la paz –probablemente irreversible– entre sus miembros. Y algo más. La UE lidera la lucha contra el cambio climático y la ayuda al desarrollo. Es la única estructura política en la que los derechos humanos de sus ciudadanos son ley, la Carta de Derechos Fundamentales tiene el mismo rango que los Tratados. También hay puntos negros, como la política de inmigración y asilo, por citar solo uno. 

Sobre todo, Europa es la única región del mundo en la que se mantienen – renqueantes a veces– Estados sociales. Avances como sanidad y educación universales y gratuitas; prestaciones de desempleo, discapacidad, o dependencia; pensiones dignas (en su mayoría); derechos laborales; permisos de crianza, subvenciones en transportes, ayudas para los más débiles. Todo esto que nosotros vemos normal –y con frecuencia criticamos por deficiente o insuficiente– es raro en nuestro planeta y modera sensiblemente el sistema capitalista en el que vivimos. Si la globalización consiguiera extender estos derechos, en vez de impulsar su recorte donde subsisten, tendríamos sin duda un mundo mejor. Difícil, pero posible, incluso probable a largo plazo, porque la historia nos enseña que –a pesar de retrocesos periódicos– al final los avances que la humanidad logra en una parte del mundo, terminan por imponerse en el resto.

...un horizonte un tanto oscuro...

Pero el proyecto político de la UE está en peligro, y sus logros sociales, políticos y económicos también. En primer lugar, porque no es autosuficiente en muchos aspectos y por tanto depende de las decisiones que se tomen en otras instancias que los europeos no controlan. Particularmente su seguridad está en manos de EEUU, igual que hace 75 años, cuando Europa estaba dividida y arrasada por la guerra, y no tenía ninguna posibilidad de defenderse por sí misma, Hay muchos intereses, en ambos lados del Atlántico, en que las cosas sigan siendo así, y para ello se invierten muchos recursos económicos, políticos y mediáticos, que ahora han recibido un buen refuerzo con la posibilidad de esgrimir una hipotética e improbable amenaza de Rusia. La dependencia en seguridad implica también inevitablemente una dependencia política y finalmente tiene consecuencias económicas puesto que las decisiones que toma la UE están siempre condicionadas por la asimetría de la relación. Los resultados son evidentes: la UE no puede tener una posición propia respecto a Israel –dejando aparte sus diferencias internas– ni puede propiciar una solución pactada a la guerra de Ucrania sin la luz verde de su gran aliado trasatlántico. Mientras la UE no tenga una real autonomía estratégica, incluida la relativa a su defensa, no será libre para llevar a cabo una política exterior común y propia, ni para llevar a término su proceso de integración.

La segunda amenaza es aún más peligrosa, porque viene de dentro. La posiciones políticas euroescépticas o euro hostiles han crecido espectacularmente en los últimos años, en todos los países de la UE, de la mano de los partidos y medios de comunicación de extrema derecha que prosperan ante la relativa parálisis de los partidos tradicionales y las demagógicas llamadas al nacionalismo aprovechando el miedo de los trabajadores a los efectos de la globalización. El fenómeno no es nuevo, y desde luego su origen precede a la última ola globalizadora. Por ejemplo, el Partido de la Libertad de Austria fue creado en 1956, y entró en el gobierno en 1999; el Frente Nacional francés –hoy Agrupación Nacional–, en 1970; el Bloque Flamenco belga –hoy Interés Flamenco–, en 1979. Aunque la mayoría se fundaron o se consolidaron a principios de siglo y crecieron a raíz de la recesión 2008–2012 y –sobre todo– excitando la xenofobia y el odio a los inmigrantes, especialmente en las clases sociales que tienen que competir con ellos en puestos de trabajo y prestaciones sociales.

Prácticamente todos los estados miembros de la UE tienen algún partido ultranacionalista o de extrema derecha. Aunque no todos son iguales, ni siguen la misma línea política, que va desde el claro nazismo del Partido Popular Nuestra Eslovaquia, hasta la institucionalidad de Hermanos de Italia, condicionada por sus responsabilidades de gobierno. No se pueden considerar por tanto como un bloque o una organización internacional. Pero sí tienen algunos puntos en común más o menos explícitos en uno u otro partido: su oposición radical a la inmigración –que es más necesaria que nunca por el envejecimiento de la población autóctona–, su hostilidad hacia derechos de la mujer y del colectivo LGTBI, su desacuerdo con las ayudas sociales y los impuestos. Y, sobre todo, un abierto rechazo a la integración europea que puede llegar a condicionar, si alcanzan suficiente peso, las políticas comunitarias.

...y una elección trascendente

Actualmente, en el Parlamento Europeo (PE) estos partidos están representados en dos grupos: Conservadores y Reformistas (68 escaños) e Identidad y Democracia (58). Si añadimos los no adscritos que comparten la ideología ultraderechista (21), suman un total de 147 eurodiputados, un 20,85% del total de 705. El Partido Popular Europeo tiene 177, Socialistas y Demócratas 140, Liberales 102, los Verdes 72, la Izquierda 37 y otros no adscritos 30. Es decir, a los partidos ultranacionalistas y hostiles al proyecto europeo les faltarían 31 escaños para convertirse en la primera corriente ideológica del PE, y además si lo consiguieran podrían formar con los populares (PPE) la mayoría absoluta de la cámara, si estos últimos conservaran o mejoraran sus resultados. En las próximas elecciones hay una posibilidad real de que los partidos de extrema derecha logren en su conjunto alcanzar esas cifras. Pueden ganar al menos en seis o siete Estados miembros, algunos tan importantes como Francia, Italia y Polonia, y ser segundos en otros cuatro o cinco. Aunque hay que insistir en que eso no significa que vayan a actuar de forma unitaria en todos los asuntos europeos, ni siquiera dentro del mismo grupo.

En ese escenario, la mayoría parlamentaria –y con ella en buena medida el futuro de la UE– dependería de la posición que adoptara el PPE, Y esa posición no está clara. Dentro del PPE hay dos tendencias divergentes: una partidaria de mantener la concertación con los socialdemócratas –y eventualmente con los liberales– que ha construido durante décadas la UE que ahora tenemos, que estaría representada por la actual presidenta de la Comisión Ursula von der Leyen, y otra más proclive a la confrontación con la socialdemocracia y a los acuerdos con la extrema derecha, que ha liderado en esta legislatura el presidente del partido Manfred Weber. Pero incluso Von der Leyen ha admitido que no descarta llegar a ciertos acuerdos con algunos partidos considerados de extrema derecha. El riesgo de paralización del proceso de construcción europea es evidente y debe preocuparnos.

El PE es una institución fundamental para el futuro de los ciudadanos europeos, aunque muchos no lo sepan. Ratifica al presidente o presidenta de la Comisión y a cada uno de los Comisarios, controla su gestión y puede aprobar una moción de censura colectiva. Es una de las dos instituciones –junto con el Consejo de la UE– que aprueba los presupuestos comunitarios y las leyes según el procedimiento legislativo ordinario, y es consultado en los demás asuntos, a lo que se añade la autoridad que presta a todas sus resoluciones ser la única institución de la UE elegida por sufragio directo. 

Más del 60% de las leyes que rigen nuestra vida tienen allí su origen, sus decisiones nos afectan más que las de las Cortes Generales y las de nuestro Gobierno

En España se van a valorar las próximas elecciones europeas en clave interna, lo único que interesa es si gana el PP o el PSOE y por cuánta diferencia, porque parece que somos incapaces de dejar de mirarnos el ombligo. Para muchos políticos y comunicadores españoles “Europa” (nunca se distingue entre la Comisión, el PE, o el Consejo Europeo) es todavía un concepto exótico al que solo se acude cuando se busca la ratificación de la política propia o la condena de la del contrario. Pero es un error garrafal, porque la influencia del PE sobre la vida de los españoles excede con mucho la importancia de esa pugna. Más del 60% de las leyes que rigen nuestra vida tienen allí su origen, sus decisiones nos afectan más que las de las Cortes Generales y las de nuestro Gobierno.

El 9 de junio nos jugamos mucho. Elegimos entre dos modelos. Uno es el que propicia los nacionalismos de sus miembros, el que impediría la unión política y económica de la UE, y por tanto su autonomía estratégica. Con él, la UE seguiría desunida y dependiendo de potencias exteriores, la solidaridad entre los Estados miembros se reduciría al mínimo, con lo que podríamos volver a sufrir las políticas de austeridad que tanto daño hicieron en la crisis de 2008, propiciadas por los países acreedores o más ricos. El otro modelo trataría de proseguir el proceso de integración hasta convertir a la UE en una potencia independiente, pacífica y cooperativa. Avanzaría en la construcción de la Europa solidaria, ecologista, feminista, abierta, respetuosa de las diferencias, promotora de las ayudas sociales y del apoyo a los jóvenes y a los más débiles. Depende de nosotros. No podemos permitir que los poderosos de siempre –internos o externos– malogren el futuro del proyecto común europeo, en exclusivo beneficio de sus intereses.   

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