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Opinión: Museo de Historia de Madrid ¿la historia de todos?

Maja

Luis de la Cruz

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El pasado jueves, 11 de diciembre, se abría al público el Museo de Historia de Madrid tras doce años de obras. A las 11 en punto un grupo de curiosos ciudadanos esperaba ansioso la apertura del museo, y en el personal se apreciaba lógico nerviosismo: “ve a la segunda planta tú, cuando venga más gente quizá tengamos que hacer esto otro…”

El paseo propuesto por la historia de Madrid –cronológico, de abajo a arriba a través de sus diversas plantas- resulta muy interesante. Lienzos con firmas importantes, maquetas, objetos suntuarios provenientes de las reales fábricas…Una colección que precisa de más de una visita para sacarle todo su jugo. En cuanto a los espacios, el arquitecto Juan Pablo Rodríguez Frade ha hecho un buen trabajo, generoso en luminosidad y maderas amables.

Sin embargo, el nombre rotundo de la institución, Museo de Historia de Madrid, le hace a uno caer con pesadumbre en que ésta participa de la trampa trágica que la Historia arrastra aún de tiempos pasados: la identificación de lo que pasó con lo que le pasó a las élites, dando de lado la historia de inmensa mayoría de los madrileños en siglos pasados.

Retratos de la familia real, maquetas de los palacios de recreo de la misma, pintores de cámara, lienzos de las iglesias más importantes…y poco, muy poco, de la vida diaria de las clases populares madrileñas en los siglos XVII y XVIII.

El panorama cambia algo al llegar a la última planta, dedicada al siglo XIX, que es donde lo popular se hace hueco en la exposición, sobre todo a través de los espectáculos y la naciente sociedad de consumo (carteles de corridas de la beneficencia, cafés, comercios…). Sin embargo, los barrios bajos y las gentes que se quedaron descolgados de la pequeña burguesía que despega entonces, apenas encuentran el resquicio de una pequeña foto.

Este monopolio de la memoria de las élites es la regla, y se refleja en la gran mayoría de las instituciones culturales que no llevan –y es una inmensa minoría- el apellido “popular”. Sin ir más lejos podemos ver el caso del vecino Museo Cerralbo. La casa da noticia de cómo vivían las élites del siglo XIX a través de la musealización del palacio de Enrique de Aguilera y Gamboa, XVII marqués de Cerralbo, que fue un aristócrata de los de rancio linaje. Podría parecer lógico que se muestre la colección de arte del marqués y se recreen las costumbres y el boato que impregnaron aquellos salones. Y lo es. Pero no es menos lógico que, además, se mostaran las condiciones materiales de la mayoría de los habitantes de aquellos muros: los empleados. Para hacerse una idea, el palacete tenía un cuerpo de servicio de unas veinte personas, cuyos aposentos han desaparecido para acoger talleres o instancias administrativas del museo. La familia del marqués, en cambio, se componía de cuatro personas. Algo similar ocurre con el Museo del Romanticismo, que recoge la donación del marqués de la Vega-Inclán.

Se trata ésta de una carencia que no es patrimonio de este museo, y que tiene sentido en la lógica de reproducción de la cultura dominante, que siempre han patrocinado las instituciones. También es cierto que los museos son prisioneros de sus colecciones, que vienen de tiempos pasados. Se antoja urgente, sin embargo, recuperar la historia social de la mayoría de los madrileños, sin cuya peripecia no es justo ni veraz pronunciar las palabras Historia de Madrid. El largo periodo de reflexión al que se ha visto obligado el Museo por las obras parecía una buena ocasión para ello.

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